martes, 21 de febrero de 2012

¿Ganará Doña Cuaresma?

Hoy es martes de Carnaval, una fiesta que parece totalmente relegada o a la infancia o a los nostálgicos. A la infancia porque son los niños los que piden disfrazarse en el día de hoy (motivados seguramente por sus maestros en el colegio); y a los nostálgicos porque disfrazarán a sus hijos este día anteponiendo la tradición propia a las imposiciones ajenas.

Cuando sean algo mayores, esos mismos niños y niñas quizá preferirán celebrar el Carnaval el fin de semana anterior, aprovechando el viernes o el sábado y los descuentos en los pubs por ir disfrazado; aunque, para qué engañarnos, es muy probable que acaben celebrando únicamente Halloween. Incluso, quién sabe, puede ser que terminen celebrando las dos fiestas.

Emparentada al catolicismo, aunque de ascendencia pagana, se cree que el origen del Carnaval se halla en la misma esencia de la palabra: carne-levare, que en latín vulgar significa «abandonar la carne», algo que es obligatorio hacer (salvo bula) durante todos los viernes de la Cuaresma, tiempo que comienza precisamente mañana, miércoles de Ceniza. Aún recuerdo la imposición de la ceniza en el colegio, toda la clase en fila, todos quitándonosla mientras regresábamos al banco de la iglesia. Ninguno sabía exactamente qué significaba ese ritual, pero era algo que había que hacer: después de disfrazarse con los amigos e ir a la Glorieta a divertirse y jugar, después de ser la mofa o la mirada orgullosa de cuantos te rodeaban, sabíamos que a la mañana siguiente tocaba misa y ceniza.

Con once añitos, celebrando el
Carnaval (mucho antes de que supiéramos
qué era eso de Halloween)


Esas cenizas son el resultado de quemar las palmas usadas el Domingo de Ramos del año anterior, como recuerdo y constancia de que polvo somos y al polvo volveremos (Génesis, 3:19). Un día, miércoles de Ceniza, de ayuno y abstinencia que considero que ya se ha perdido casi completamente en la memoria colectiva de este país aconfesional (?).

Igual pasa con el día de hoy: Carnaval. Ya ha perdido cualquier atisbo religioso (el último día antes del inicio de la Cuaresma, que dura hasta el Domingo de Ramos) para ser simplemente una jornada lúdica: los niños se disfrazan, los padres les hacen fotos y poco más. No queda nada de la esencia primera, esa batalla entre Don Carnal y Doña Cuaresma, con dos bandos enfrentados, lo humano y lo divino, que tanto ha dado de sí durante siglos, sobre todo del lado de las Artes, que es lo que interesa.

Tenemos, por una parte, el cuadro El combate entre don Carnaval y doña Cuaresma, obra del pintor flamenco Pieter Bruegel el Viejo (ca.1525-1569), pintado en 1559 y que actualmente se puede contemplar en el Museo de Historia del Arte de Viena, en Austria. De este pintor es muy conocida su obra La torre de Babel, ejecutada en 1563.


Vemos aquí la representación de un carnaval celebrado por la clase rural. El contraste viene dado por laubicación de la posada en el lado izquierdo (el disfrute) y la iglesia en el derecho (la devoción). Siguiendo la estela de El Bosco, Bruegel el Viejo nos presenta una escena cargada de personajes y detalles: los niños jugando cerca de la iglesia, los bebedores de cerveza al otro lado.

En primer término, don Carnaval, que está encima de un gran barril y lleva por sombrero un pastel, lucha contra doña Cuaresma, simbolizada por la enjuta mujer que está sentada sobre un reclinatorio. ¿Ganará doña Cuaresma, a pesar de su lamentable físico? Todo apunta a que sí: la época, la mentalidad de esos siglos… Hoy son pocos los que respetan la tradición católica de no comer carne los viernes durante la Cuaresma.

Por otra parte, Juan Ruiz, mucho antes que Bruegel en su cuadro, inmortalizó la batalla entre don Carnal y doña Cuaresma en el Libro de buen amor, obra impresionante e imprescindible del castellano medieval. En esta ocasión es don Carnal quien vence.

Como todos saben, «Joan Royz, / Açipreste de Fita» (estrofa 19) relata de forma autobiográfica los amores ficticios de ese yo narrativo que tantos quebraderos de cabeza ha dado y sigue dando a estudiosos. Aunque, y siguiendo al filólogo Alberto Blecua y su edición crítica para la editorial Cátedra (Madrid, 2001, quinta edición), «no hace falta llegar a las altas cimas de la sutileza crítica para advertir de inmediato que el arcipreste protagonista del relato es un ente de ficción que el autor utiliza para vertebrar una acción episódica. Identificar a ambos y dar por autobiografía auténtica -ni siquiera en el retrato- la que allí se narra es, como mínima, pecado de ingenuidad». Y sigue Blecua:
Del hombre real, histórico -salvo ciertos aspectos de su personalidad y de su cultura que pueden deducirse del texto- no se sabía nada, incluso se había supuesto que era también ficticio. Sin embargo, Francisco J. Hernández ha podido, por fin, documentar a un Juan Ruiz, arcipreste de Hita -«uenerabilibus... Johanne Roderici archipresbitero de Fita...»- en un documento de hacia 1330.
Por ello, basando en las evidencias reales y fiándonos del texto («Yo, Johan Ruiz, el sobredicho açipreste de Hita», en la estrofa 575, o la ya citada en la 19), podemos concluir que fue él quien compuso la obra, seguramente hacia el segundo cuarto del siglo XIV, quizá en 1343, como apunta Alberto Blecua. Presumiblemente escrito en la cárcel, ya que el autor fue encarcelado por orden del arzobispo de Toledo Gil de Albornoz, el Libro de buen amor está compuesto casi íntegramente en tetrástrofo alejandrino monorrimo (cuaderna vía), estrofa que empleaba el mester de clerecía y que el anónimo Libro de Alexandre en el siglo XIII especificó en su conocida segunda estrofa:

Mester traigo fermoso non es de juglaría,
mester es sin pecado, ca es de clerecía,
fablar curso rimado por la cuaderna vía
a sílabas cunctadas, ca es grant maestría.

En el extenso poema de Juan Ruiz podemos leer las cuitas amorosas del protagonista a través de unos siete mil versos, salpicados de humor, ironía y crítica a la religiosidad medieval. Pasajes y episodios construidos a base de alegorías, con un ritmo frenético, cortes en el relato, cambios continuos de registro, etc. Es fácil perderse en sus versos, como también fácil es encontrar en ellos la maestría de un gran poeta y un gran narrador que dejó para la eternidad una obra fundamental de nuestra Literatura. Obra de obras, para Blecua «el Libro de buen amor es quizá la obra en la que confluyen todas, o casi todas, las tradiciones literarias medievales».

Muchos son los pasajes sublimes de esta exquisita obra, como pueda ser el relato de los amores con las cuatro serranas. También destaca el fragmento comprendido entre las estrofas 181 y 575, donde «el Amor le adiestra ampliamente en cómo conquistar al sexo femenino», recogiendo la tradición literaria del Ars amandi de Ovidio. O, en lo que hoy nos atañe, el relato de la batalla entre Don Carnal y Doña Cuaresma, que tiene lugar entre las estrofas 1067 y 1224, dividida en tres partes (aquí se puede leer, en castellano modernizado por María Brey, buena parte de la narración): la primera (1067-1127) para la batalla en sí, con victoria de doña Cuaresma; la segunda (1128-1172), donde se narra la prisión de don Carnal y la penitencia que ha de cumplir; y la tercera (1173-1224), referida a la huida de prisión tras una confesión falta y el triunfo final sobre doña Cuaresma, quien marcha de peregrinación a Jerusalén.

Y es que no debemos olvidar el título de la obra (en un primer momento conocida como Libro del Arcipreste): aquí, el amor vence a todo y la pasión de y por la carne y lo carnal es el hilo conductor y casi la bandera temática, aunque, como bien se cura en salud el autor en el prólogo en prosa que abre el poema: «enpero, porque es umanal cosa el pecar, si algunos, lo que non los consejo, quisieren usar del loco amor, aquí fallarán algunas maneras para ello». En esa ambigüedad se mueve toda la obra, una obra que entra dentro del temario de Secundaria (tranquilos, alumnos, no es preciso leerla) y que leí en la Universidad, una obra fundamental de nuestra Literatura Española, pieza clave para entender el pensamiento de la Edad Media.

Pero no hemos de irnos muy lejos para que este día de Carnaval sea especial y singular. En mi ciudad natal, Novelda, el martes de Carnaval tiene lugar un hecho único en España (y tal vez en el mundo): la procesión de las 40 horas, donde choca que en un día tan plenamente lúdico y mundano como este se celebre una procesión.

Tras tener expuesto el Santísimo sacramento durante cuarenta horas (las mismas que estuvo Cristo en el sepulcro), se celebra una Misa. Corre la leyenda en la ciudad que esta procesión comenzó a celebrarse debido a una peste que asoló la población y, con permiso del Papa, se sacó la Sagrada Forma para intentar una intervención divina que paliase la enfermedad... De hecho, esta es la versión que el Ayuntamiento considera oficial (y así lo pone en la página web turística).

Imagen de la Procesión del año pasado,
con la parroquia de San Pedro al fondo.

Muy lejos de la realidad. En febrero de 2010, Luis Galiano y Susi Guillén expusieron toda la verdad en un esclarecedor artículo publicado por Novelda Digital (y que, gracias a las maravillas de la técnica, pueden leer aquí mismo). Hubo intervención papal, eso sí, concretamente de León XIII, pero fue gracias a la intercesión de un noveldense, D. Cayetano Navarro Segura, canónigo en Granada, que fue hasta Roma junto con su amigo el Padre Andrés Manjón (que era párroco en una iglesia del barrio de Sacromonte). Atendiendo al éxito de aquella eucaristía, los dos pidieron una bula para salir en procesión el martes de Carnaval. Y fue concedida. Con la condición de que nunca dejara de hacerse, lloviera, tronara o nevara. Aquello ocurrió en 1897. Desde entonces, Granada y Novelda vienen celebrando la Procesión de las 40 horas. Pero al perder el privilegio la ciudad andaluza, somos la única que sale en procesión (y con la sagrada forma) tal día como hoy.

El centenario, en 1997, de aquel privilegio papal pasó sin pena ni gloria (o yo no lo recuerdo, claro). Sin embargo, es una procesión que, como músico, me gusta tocar, y que toco desde 1995. Tiene el mismo recorrido que la del Domingo de Resurrección y la sensación de procesionar solemnemente el mismo día que cientos de personas han empleado para disfrazarse y divertirse tiene su magia, qué les voy a contar.

Como también tiene su magia (y es una tradición a la que nunca falto) el degustar la famosa torta de manteca, típico dulce noveldense de este día. Yo ya tengo la mía.



Pareciera, por lo dicho más arriba, que en Novelda triunfa doña Cuaresma, pero es pasajero, no se preocupen. Hace mucho tiempo que don Carnal, aquí y en cualquier parte, ganó la partida.

sábado, 11 de febrero de 2012

Con diez cañones por banda...

Fue la tonadilla de mi clase durante un par de semanas: el tiempo que nos dio el padre Gabriel para aprendernos el conocido poema de Espronceda. Y ahí estábamos todos, improvisando fintas y regates en el patio de asfalto del colegio y recordando aquello de «viento en popa a toda vela»; o comiendo los bocadillos de salchichón o queso (aún no había empezado la moda de la bollería industrial) que nos preparaban nuestras madres mientras recitábamos eso de «que es mi barco mi tesoro, que es mi dios la libertad».

Éramos jóvenes, muy jóvenes. Por supuesto que no comprendíamos el sentido del poema. Tampoco nadie nos lo había explicado, claro está. Y por esa época no teníamos la Wikipedia ni se nos hubiera ocurrido acudir a una biblioteca a buscar más información sobre el Romanticismo literario y sus principales características. A nosotros, que aún no peinábamos canas ni teníamos asomo de pubertad, la «Canción del pirata» nos gustaba por la musicalidad de sus versos y la innegable facilidad para aprendérnosla (eran otros tiempos; era otra Ley de Educación), aunque, lo más seguro, nos debía de encantar por la idea de que un pirata se pusiese a cantar de esa manera desde el timón de un barco. En esos años pre-Jack Sparrow y fiebre de Piratas del Caribe, el imaginario pirata lo conformaban figuras como Barbanegra, el padre ausente de Pippi Calzaslargas o, en un 85%, los piratas que acompañaban al barco pirata de Playmobil. ¡Qué de juegos nos pegábamos mi hermano y yo en el océano de baldosas de la cocina, antes de descubrir los G.I. Joe!


Nadie nos explicó en el colegio la «Canción del pirata», decía. Quizá no cuadraba demasiado el ideal romántico de libertades individuales y rebeldía ante lo establecido con una educación cristiana, católica y apostólica de oraciones de memoria, misas semanales, crucifijos y reglas de madera. Quizá también ayudase a que «solo» nos centráramos en el texto el hecho de que su autor, José de Espronceda, acabara siendo diputado en Cortes Generales por el Partido Progresista en 1842, justo el mismo año de su muerte, defendiendo el laicismo, la soberanía nacional o la ampliación del sufragio censitario. A ese respecto, tuvimos que esperar en España algunos años, hasta 1869, para que se instaurara el sufragio universal masculino en la Constitución, revocado poco después por la Restauración Borbónica (1874), vuelto a poner en 1931, durante la Segunda República, y eliminado durante la dictadura franquista.

El caso es que tuve que esperar hasta la universidad para profundizar en ese gran movimiento literario que supuso el Romanticismo. Claro que para entonces ya había leído a Hölderlin (Hiperión, Poemas de la locura), Novalis (Himnos a la noche), Gustavo Adolfo Bécquer (Rimas y Leyendas), José Zorrilla (Don Juan Tenorio) o Rosalía de Castro (En las orillas del Sar, Follas novas), pero en la universidad, recitando ese poema de Espronceda tumbado sobre el césped, en voz en alta, declamando más que leyendo, entendí que el pirata del poema no es más que una metáfora de nosotros mismos, que el barco sobre el que cruza los mares en busca de tesoros no es más que nuestro cuerpo y la vida, y que la libertad a la que canta, desde esa patria única que es el mar, es la misma a la que todos deberíamos aspirar: la libertad de pensamiento, de expresión; la libertad, al fin y al cabo, para elegir nuestro propio futuro.

Aquí les dejo con el texto íntegro del poema de Espronceda «Canción del pirata»:


Con diez cañones por banda,
viento en popa, a toda vela,
no corta el mar, sino vuela,
un velero bergantín.
Bajel pirata que llaman,
por su bravura, El Temido,
en todo mar conocido,
del uno al otro confín.

La luna en el mar rïela,
en la lona gime el viento,
y alza en blando movimiento
olas de plata y azul;
y ve el capitán pirata,
cantando alegre en la popa,
Asia a un lado, al otro Europa,
y allá a su frente Estambul:

«Navega, velero mío,
sin temor,
que ni enemigo navío
ni tormenta, ni bonanza
tu rumbo a torcer alcanza,
ni a sujetar tu valor.

Veinte presas
hemos hecho
a despecho
del inglés,
y han rendido
sus pendones
cien naciones
a mis pies.»

Que es mi barco mi tesoro,
que es mi dios la libertad,
mi ley, la fuerza y el viento,
mi única patria, la mar.

«Allá muevan feroz guerra,
ciegos reyes
por un palmo más de tierra;
que yo aquí tengo por mío
cuanto abarca el mar bravío,
a quien nadie impuso leyes.

Y no hay playa,
sea cualquiera,
ni bandera
de esplendor,
que no sienta
mi derecho
y dé pecho
a mi valor.»

Que es mi barco mi tesoro,
que es mi dios la libertad,
mi ley, la fuerza y el viento,
mi única patria, la mar.

A la voz de «¡barco viene!»
es de ver
como vira y se previene,
a todo trapo a escapar;
que yo soy el rey del mar,
y mi furia es de temer.

En las presas
yo divido
lo cogido
por igual;
sólo quiero
por riqueza
la belleza
sin rival.

Que es mi barco mi tesoro,
que es mi dios la libertad,
mi ley, la fuerza y el viento,
mi única patria, la mar.

¡Sentenciado estoy a muerte!
Yo me río;
no me abandone la suerte,
y al mismo que me condena,
colgaré de alguna entena,
quizá en su propio navío.

Y si caigo,
¿qué es la vida?
Por perdida
ya la di,
cuando el yugo
del esclavo,
como un bravo,
sacudí.

Que es mi barco mi tesoro,
que es mi dios la libertad,
mi ley, la fuerza y el viento,
mi única patria, la mar.

Son mi música mejor
aquilones,
el estrépito y temblor
de los cables sacudidos,
del negro mar los bramidos
y el rugir de mis cañones.

Y del trueno
al son violento,
y del viento
al rebramar,
yo me duermo
sosegado,
arrullado
por el mar.

Que es mi barco mi tesoro,
que es mi dios la libertad,
mi ley, la fuerza y el viento,
mi única patria, la mar.


Una maravilla. Me encanta este poema. Así que fue todo un placer descubrir que varios fragmentos estaban presentes en el inicio del tema 8 del libro de Lengua y Litertura españolas de 1º de la ESO (edición de Edelvives).

Además, coincidía que en 2º de Bachillerato, en la asignatura de Literatura Universal, íbamos por ese período, así que les intenté empapar de Romanticismo a los más pequeños: les conté las características básicas de esa época, como contraposición a lo anterior, la Ilustración, les leí algunas rimas de Bécquer, les recité la «Canción del pirata» íntegra, trabajamos sobre ella, medimos sus versos y definimos la rima, la leímos muchas veces, les expliqué que esa libertad (la del pirata rodeado de su mar) es la que nunca nadie deberá arrebatarles porque la libertad primera, la de ser individuos ante el mundo, es la más esencial de todas, la básica, la que por tener desde siempre igual no sabemos apreciar. Y, por último, para que vieran que no todo en la poesía tiene que ser aburrido o sonar a hace varios siglos, les puse la versión del poema de Espronceda que el grupo riojano de heavy metal Tierra Santa incluyó en su tercer disco, Tierras de leyenda, editado en 2000. Aquí la tienen:




Les gustó más la original (sin música), dicho sea de paso, aunque he de reconocer que, desde que conozco esta canción, no puedo leer el poema de Espronceda sin escucharlo con la voz de Ángel San Juan.

Pero hay otras versiones, claro está. Una de las más recientes, descubierta gracias a Internet, es la que hizo e interpreta Alejandro Roop Martín (he aquí su web), mucho más tranquila que la anterior aunque con la misma esencia. Con ella me despido, instándoles a que vuelvan a leer el hermoso canto a la libertad de José de Espronceda, invitándoles a leer siempre.