martes, 27 de agosto de 2013

Un niño en la calle

Canta Mercedes Sosa: «A esta hora, exactamente, hay un niño en la calle». La letra procede de un poema de Armando Tejada Gómez escrito a finales de los años 50 del pasado siglo XX. Si lo leemos entero parece que haya sido escrito ayer. Si escuchamos la música parece que suene siempre.

También hoy, mientras aquí y allá pasamos las hojas del diario, saltando de Rajoy a Gareth Bale, repasando con los ojos achinados por el sol qué película nos adentrará en el sueño esta noche, hay niños en la calle. Están lejos, muy lejos, sin duda. A pesar de estar al lado a veces, siguen lejos. Puede que nos los encontremos, con sus ojitos avispados, en las calles del paseo marítimo, las palmas de las manos sucias, los pies manchados, al acecho de la bolsa que dejamos descuidada, del móvil que hace guardia entre tercio y tapa, a la sombra de un chiringuito atiborrado de turistas. Puede que nos quieran vender el último CD de Melendi, la camiseta de Neymar, el taquillazo del verano aún en cines o una pulsera artesanal hecha de cuero y perlas falsas. Puede que arrastren la mala suerte de sus padres o el desgobierno de sus países de origen, y tengan que vivir a las afueras, bajo la epidermis de nuestra sociedad. Para seguir siendo invisibles.

Si alguno de esos niños de la calle estira la mano en un parque céntrico para pedir comida o dinero, de repente se nos ocurre mirar la hora en el teléfono o ver si nos ha llegado un nuevo guasap. Y, aunque nosotros ya estemos un paso más cerca del refugio de nuestros hogares, esos niños seguirán en la calle, una calle que no es la suya, en un mundo que apenas les pertenece.

La mayoría de los niños de la calle quedan lejos. Muy lejos. Al otro lado del televisor. Los más recientes, en Siria. Allí, desde que hace dos años empezara la guerra civil, un millón de niños han sido desplazados a otros países, donde quedan a merced de las mafias internacionales. Otros han sido masacrados, siguen siendo masacrados. «Es honra de los hombres proteger lo que crece, cuidar que no haya infancia dispersa por las calles», canta La Negra Sosa. La comunidad internacional observa. Al principio casi con júbilo. Esa primavera árabe era beneficiosa: por fin el pueblo árabe rebelándose contra sus dictadores. Sin embargo, viendo lo que sucede ahora en Egipto o en lo que ha devenido Siria, Europa y EE.UU. callan. A este lado del charco, lo de siempre: reuniones de tres días entre ministros de exteriores y presidentes de gobierno para decidir qué decir o qué valoración hacer cuando la situación ya está enquistada. Al otro lado, Barack Obama decidiendo si irrumpe en mitad de Siria con sus tanques y sus aviones de combate, quizá pensando cómo afectaría eso a su Nobel de la Paz o sopesando si la Historia lo compararía con su antecesor Bush Jr.

Mientras tanto, armas químicas arrasan la población siria. Si nos molestan esas imágenes siempre podremos no verlas, pero así no desaparecerán todos esos niños muertos apilados en salas llenas de polvo o con los pulmones repletos de a saber qué nuevo invento criminal. Pero, ¿qué podemos hacer nosotros? Desde aquí, desde nuestra comodidad, con nuestra crisis y nuestro caluroso verano, ¿qué podemos hacer por todos esos niños? La verdad es que poco, muy poco. Pero que nunca muera la esperanza de un mundo mejor.

Lo primero que podríamos hacer es reconocer que España ha vendido armas a Egipto por valor de cientos de miles de euros. En total, más de 120 millones en dos años. Material de defensa y armamento que va para allá y vuelve en forma de billetes contantes y sonantes. Reconocerlo y luego pararse a valorar qué prima más: ¿el negocio armamentístico o las vidas de seres humanos? Seguro que usted conoce a alguien que conoce a otro que podría preguntárselo al diputado de turno que tiene un puesto de asesor en una de esas empresas armamentísticas españolas.

Lo segundo, y antes de comenzar con la retahíla de que los pobres niños musulmanes tienen que crecer en medio de dictaduras islamistas esperando al amanecer occidental que les ilumine, tratar de responder algunas cuestiones: ¿qué tipo de educación están recibiendo esos niños en las escuelas de sus países? ¿Quién, o quiénes, y con qué fin está manipulando la enseñanza del Corán y la religión islámica que, como todas las demás religiones, se basa en el amor al prójimo y el respeto mutuo? ¿No es mucha casualidad que, acabada la Guerra Fría y la batalla contra el bloque comunista, surgiera el fundamentalismo radical como nuevo enemigo a batir?

Lo tercero: mover un dedo. No digo que haya que irse a visitar a los refugiados sirios en Irak, como Pau Gasol. Desde la web de Unicef podemos donar cualquier cantidad a esos niños sirios. Con 25 euros les podemos dar un kit de primeros auxilios. 25 euros. Seguro que nos gastamos más dinero al mes en gasolina, yendo y viniendo del colegio para recoger a nuestros hijos.

Y, por último, no olvidar. Hoy es Siria o Egipto, pero sigue siendo Haití, el cuerno de África, el Sahel, los desplazados de todas las guerras del mundo, los saharauis en los campamentos de Tindouf, el tráfico de niñas en la India… Casi siempre niños. Niños de la calle. Porque el mundo no se merece que siga siendo verdad la canción en la voz de Mercedes Sosa: «nadie protege esa vida que crece, y el amor se ha perdido como un niño en la calle».

martes, 2 de julio de 2013

El placer de los colores

De mayo a octubre (y siempre según nos trate el calentamiento global), no hay nada mejor que paliar el calor con un buen gazpacho.

Cada color importa. Cada color aporta su sabor, su textura, su aroma. Incluso el agua, obviamente esencial para el gazpacho andaluz, a pesar de que no tenga ni olor ni pigmento.

Para acompañarlo tenemos la paleta de colores que potencia la magia del gazpacho: tomate, pimiento, pepino, picatostes...

Este es un placer que me encanta. Tomar gazpacho. Porque es la sinestesia perfecta: color / sabor.

Aunque repita. Y es que, bien mirado, a mí siempre me gusta repetir gazpacho.

lunes, 1 de julio de 2013

El placer son dos bocados

O a lo sumo tres. Es el tiempo que tardas en comer una tapa de solomillo con foie y cacahuetes.

Estamos en el restaurante Sucre, en Petrer, sentados en una mesa de la terraza, disfrutando de una buena noche y una buena conversación  al igual que los insectos disfrutan posándose en la ropa, en la cara o en el brazo. Alguno quiere probar a mojarse de cerveza, a ver qué se siente (quizá ha oído las historias milenarias de otros de su especie que regresaron de un baño sanos y salvos), pero no pasa de ahí.

Atraídos por la luz blanca de la bombilla que ilumina la mesa, una nube de insectos diminutos (por fortuna no son mosquitos) mira hacia abajo. Me los imagino echando a suertes quién será el valiente que efectuará el siguiente descenso en picado. Alguno, seguro, porque la vida a esas escalas es efímera a nuestros ojos, se hará el remolón. Pero no dejan de acercarse.

Para ellos, si pudieran, esta tapa les duraría varias vidas. Qué afortunados son. A mí solo me bastan dos bocados.

domingo, 19 de mayo de 2013

Hakuna Matata

Esta semana, la Organización de las Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación (FAO) nos sorprendía con un informe en el que, poco más o menos, nos recomendaba la ingesta de insectos. En el informe (que ya puede leerse en la web de la FAO), titulado «Los bosques para una mejor nutrición y seguridad alimentaria», elaborado por Eva Müller y presentado en Roma, es cierto que se insta a proteger los bosques (¡perfecto!), pero porque en ellos habitan cientos de especies de insectos que son parte de la alimentación básica en más de una cincuentena de países (¿cómo!).

Rebobinemos. ¿Eso quiere decir que, en vez de intentar fomentar una economía sostenible de mercado, en vez de tratar que ganaderos y agricultores ganen lo que tienen que ganar por su producto, en vez de impedir que los intermediarios hinchen los precios en perjuicio del consumidor, quieren que cambiemos nuestras costumbres culturales de la noche a la mañana? Pues no, o quiero creer que no, pero el informe habla claro, hasta con un soplo de lirismo: «los gusanos son una fuente excelente de nutrientes». Su contenido en proteínas y grasas es más alto que en la carne o en el pescado y aporta más energía por unidad. Y, oye, que 100 gramos de insectos cocidos proporcionan más del 100 % de las necesidades diarias de vitaminas y minerales.

Por si eso no rayara ya el esperpento, la introducción del estudio, donde la FAO directamente baja los párpados y los brazos y se encoge de hombros, es desoladora. Una muestra: «925 millones de personas padecen inseguridad alimentaria» (¡un sexto de la población mundial!). Y creciendo. Está claro que no cumplimos ni de chiripa los Objetivos de Desarrollo del Milenio marcados en septiembre de 2010 (entonces ya había crisis…), cuando nos propusimos (sí, en plural, con nuestros gobiernos a la cabeza) reducir a la mitad la proporción de personas que sufren hambre para el año 2015. Ya ven, 2015; a la vuelta de la esquina. Sin embargo, la FAO pretende que nos nutramos de insectos.

Cuando en diciembre de 2008 estuve en los campamentos saharauis de Tinduf repartiendo placas solares a las familias de allí ya les decíamos que en Europa, Estados Unidos y cualquier otro lugar del autodenominado Primer Mundo estaba empezando una crisis atroz que se adivinaba muy larga. Estaba claro que los primeros en ser olvidados serían ellos: ese Tercer Mundo sufriría las consecuencias inmediatas de que al otro lado del pastel ya no le sobrara bizcocho. ¿Para qué mandar dinero allí, a niños con la barriga hinchada en Somalia, a niñas violadas en la India o a muchachos sin posibilidad de escolarización en Sudamérica? La crisis estaba ahora aquí. Pero piensen algo: si nosotros estamos en crisis, ¿cómo estarán ahora mismo en otros lugares del mundo con muchísima menos suerte que nosotros? Ya quisieran ellos esta crisis nuestra.

Y eso que a nosotros en el Sáhara nos daban de comer pollo asado, fruta, ensalada, cuscús y cabra. Igual era porque no había bosques…

Sin embargo, a la FAO no le preocupa que los ganaderos vendan el kilo de carne al mismo precio que en 1986, no llega a dos euros por kilo. Y tampoco le preocupa que si un kilo de naranjas cuesta ochenta céntimos, únicamente nueve vayan a parar al agricultor. La FAO prefiere decirnos que ya hay 1.900 especies de insectos que se consumen en el mundo: escarabajos, orugas, abejas, avispas, hormigas, saltamontes, grillos, langostas… Así que, ya saben: este verano, cuando el calor apriete y el grillo cante, prepárense una buena tortilla aderezada con crujiente natural. ¿Y qué me dicen de esas cucarachas voladoras que, de repente, aterrizan en el alféizar de la ventana de la cocina? Directas a la sartén. Es el bufé libre de la Madre Naturaleza. Sírvanse.


Porque, quizá, tampoco es tan descabellado. Piensen que, hasta no hace mucho, y salvo aventureros intrépidos, nadie había probado el sushi. Y ahora hay restaurantes japoneses por doquier. Tal vez dentro de diez años estemos pidiendo una ensalada de hojas tiernas de morera con gusanos de seda regada con vinagre balsámico. Y de primero escarabajo titán con guarnición de avispas salteadas. Una delicia. Si hasta Simba, el rey león, pudo acostumbrarse, ¿qué no podemos hacer nosotros? Ya saben: Hakuna Matata. Y bon appétit.

domingo, 24 de marzo de 2013

Siempre Bebo

Como muchos otros, la primera vez que oí tocar a Bebo Valdés fue en la película Calle 54, ese homenaje al jazz latino que Fernando Trueba nos brindó en el año 2000. Al final del documental, Bebo y su hijo Chucho, separados por un océano, se encuentran en un estudio de Nueva York para tocar «La comparsa», de Ernesto Lecuona, a cuatro manos y dos pianos.



Empieza el padre con una sublime introducción que inicia el bajo arpegiado en fa sostenido menor; el hijo puntea la melodía. A partir de ahí, solos de lado a lado del estudio, un mar de notas fundiendo la distancia y el mejor epílogo para otra obra maestra de Trueba. En aquel momento, Bebo Valdés tenía ochenta y un años. Prácticamente, el director español lo sacó de su exilio personal en Suecia para grabar la película y catapultarlo, por segunda vez, al estrellato internacional. Lejos quedaban las décadas de orquestas allá en la patria Cuba, grabaciones rescatadas en los albores del nuevo siglo XXI aprovechando el oleaje favorable. Esos cedés, recuperados por Calle 54 Records y otras discográficas, le ponen la banda sonora a los años cincuenta y sesenta.

Pero, sin duda, fue Lágrimas negras el disco que, en 2003, acerca al gran público la figura de Bebo. En el álbum, producido por Fernando Trueba, se unen las dos orillas, Cuba y España, para fusionar bolero y flamenco, jazz y son. La voz la pone Diego el Cigala, desgarrada y sufridora; de esta forma, el bolero se escucha nuevo, natural, pecho al descubierto y garganta al aire.



Magistral el cantaor, que siguió en solitario un vuelo (Bebo acabó agotado por la gira mundial que le siguió al disco) que lo llevaría a repetir formato (Dos lágrimas) o probar con otros géneros (fabuloso el disco en directo Cigala&Tango). Pero dos años antes de Lágrimas negras, Bebo y Cigala ya habían tocado juntos en Corren tiempos de alegría, el tercer disco del cantaor madrileño, producido por Javier Limón (el cuarto elemento de esta ecuación perfecta). La guajira «Señor del aire», la bulería «La fuente de Bebo» y, sobre todo, el soberbio bolero «Amar y vivir», de Consuelo Velázquez (la creadora del celebérrimo «Bésame mucho»). Este es el mejor aperitivo para lo que sería después Lágrimas negras, un diálogo de maestros, un engarce perfecto entre dos almas dedicadas a la música.



Y a pesar de que el nombre de Bebo quede para siempre ligado al de El Cigala, sobre todo en los más jóvenes, el pianista cubano también nos regaló pequeñas joyas. Grabaciones a dúo con el contrabajista Javier Colina o con el violinista Federico Britos y un disco junto a Chucho Valdés, a dos pianos, con Bebo sonando por un lado de los altavoces y Chucho por el otro. Ese sería su último disco de estudio. No obstante, su verdadero testamento fue Bebo, en 2005, también producido por Trueba y Nat Chediak. En ese disco, cuya sobria portada (las ancianas manos del maestro moviéndose sobre el piano) ya nos anuncia el contenido, Bebo Valdés hace un resumen de la música cubana: sones, guaguancós, habaneras, danzas, contradanzas, boleros… De los compositores más grandes, interpretados aquí por el más grande. El disco, una de esas cuidadas ediciones de Calle 54 Records, incluye unas líneas del propio Bebo sobre cada canción. Leído al completo, es una declaración de amor a la música cubana y a Cuba: «este disco expresa la nostalgia de cosas, gentes y lugares que ya no existen, de la juventud que se fue, de las personas a las que amé, de un mundo que se va o ya se ha ido».



Cuando lo entrevistaron en Lo más plus, el mítico programa que Fernando Schwartz y Ana García-Siñeriz presentaban, Bebo Valdés no habló mucho. La voz cantante de la entrevista la llevaba Diego el Cigala. Bebo se limitaba a tantear la mesa como si fuera un piano. Era su forma de expresarse: la música. Cada nota, cada melodía improvisada estaba impregnada de la esencia de Bebo. Ahora que ya no está, su música es lo único que nos queda. Volver a revisar los discos, volver a ver los vídeos, detenerse en cada tema y volverlo a escuchar. Eternamente. Para siempre. En 1960 huyó de Cuba, pero Cuba iba siempre con él. Ahora, esté donde esté, su Cuba sigue a su lado. Aquí, con nosotros, por siempre, se queda su música, lo eterno, lo que nunca muere. Gracias por todo, Bebo. Gracias.

miércoles, 13 de febrero de 2013

Como moscas a la miel

Les propongo un ejercicio de proyección mental. Imagínense cómo serán dentro de veintiún años. Ustedes y todo cuanto les rodea. Imaginen qué tal se verán en el espejo, cómo será la casa en la que vivan, qué nuevos artilugios tecnológicos habrán inventado quienes ahora apenas balbucean. Dentro de veintiún años yo tendré cincuenta. Casi nada. Dentro de veintiún años, Mr. Adelson, el multimillonario de los casinos, el malabarista de las leyes antitabaco, tendrá cien. Eso es una proyección muy optimista, a pesar de los avances científicos en el campo de la medicina. Incluso mi proyección es algo optimista, si tenemos en cuenta los niveles crecientes de polución y enfermedades propias del Primer Mundo.

Así lucirá Eurovegas-Alcorcón en un futuro

Hace unos meses, en septiembre, publiqué un artículo en el diario Información y en Novelda Digital en el que hablaba de la lucha entre Barcelona y Madrid por construir complejos de hoteles y casinos. Decía allí que Alcorcón tenía todas las papeletas de ser la elegida para albergar Eurovegas, pero era una apuesta sencilla. Era, más bien, un secreto a voces, alargado en el tiempo por quién sabe qué razones. Eurovegas estará en Alcorcón, así que enhorabuena al resto de poblaciones y mala suerte para España. No hay todavía un economista serio que diga que se puede salir de una crisis generada o agravada por el boom del ladrillo con un pelotazo urbanístico. El discurso populista y simplón del número de empleos que puede llegar a crear es, en un país con seis millones de parados, eso mismo: simplón y populista. Además, también es engañoso, porque ya nos han dicho que, como mucho, serán unos doscientos cincuenta mil puestos de trabajo a lo largo de todos esos veintiún años, hasta que Mr. Adelson, o su holograma criogenizado, inaugure Eurovegas. No llega a doce mil nuevos empleos por año. Enhorabuena. Como pobres viandantes que caen en la trampa del trilero, ayudados por un cómplice afortunado y disfrazado de pobre viandante, hemos caído en la fullería. El trilero ha movido los cubiletes, el cómplice nos ha dicho que generará empleo y nosotros hemos levantado sin pensárnoslo dos veces. No obstante, la pelotita, igual que una pompa de jabón, se ha esfumado. Y, lo peor, es que durante el proceso ni siquiera nos han explicado quién pagará todo este monumento al juego. Porque Eurovegas pondrá el 35 % de los 17.000 millones de euros del presupuesto. El resto, la inmensa mayoría del capital, ¿adivinan quién va a asumirla? Lo han acertado. Doble enhorabuena. Será el coste por ser agraciados con la lluvia de empleo y los miles de visitantes que se prevén, o se sueñan, que vengan dentro de dos décadas.

Dentro de veintiún años, cuando ese macrocomplejo quede inaugurado por completo en todas sus fases (aunque dudo mucho que eso vaya a ocurrir, sinceramente) nos habremos convertido, de facto, en un país de camareros y limpiabotas, de azafatas de baño y recepcionistas, de crupieres e ilusionistas del cubata. Un país de servicios, sin industria ni futuro, inundados por las deudas y asolados por un mar de rascacielos, sin terreno donde levantar nada más, ni zonas donde plantar un mísero olivo.

Entonces, dentro de veintiún años, si todavía queda educación, infancia y libros, tal vez alguien pueda recordarnos aquella conocida fábula de Félix María de Samaniego: «A un panal de rica miel, / dos mil moscas acudieron, / que por golosas murieron, / presas de patas en él». La moraleja de esa fábula, y parece muy apropiada cuando vemos a cientos de personas con la boca abierta por la promesa de un empleo, donde sea y como sea, aun a costa de hipotecar un país entero (¡su propio país!) a otra burbuja inmobiliaria, esta aderezada con casinos y hoteles; la moraleja decía: «Así, si bien se examina, / los humanos corazones / perecen en las prisiones / del vicio que los domina». En aquel artículo mío de septiembre exponía que no necesitábamos un Eurovegas para labrarnos un futuro. Hoy estoy más convencido. Volveremos a cometer los mismos errores. Como hámsteres girando en la ruedecita, enjaulados e incansables, pensando que todo eso nos llevará a algún sitio, volveremos a caer en los mismos errores. Ahora ha sido Europa la que nos ha sacado del atolladero, rescatándonos. Sin embargo, dentro de veintiún años, ¿tendremos una Europa a la que acudir?

jueves, 31 de enero de 2013

Música desde la nada

La noticia en sí podría cambiar el curso de la música. En la Universidad de Málaga han desarrollado un programa capaz de componer piezas musicales. Solo hay que introducir los parámetros (duración y número de intérpretes y voces) y la máquina se pone a trabajar. En unos ochos minutos, Iamus, que así han bautizado al aparato en honor al personaje mitológico, hijo de Apolo y Evadne, que profetizaba el futuro a través del sonido de las aves, puede parir una obra de cinco minutos de duración para piano, violín y clarinete, por ejemplo. O para voz humana. O para orquesta. El estilo no es muy amplio; de momento se ciñe a la corriente musical del siglo XX (y, de hecho, el artilugio parece una escultura postcontemporánea o una nevera futurista), pero los creadores afirman que si lo programan para que «aprenda» a componer sinfonías al estilo Haydn u óperas al modo de Rossini al final las creará.


Los padres de la criatura, investigadores en Inteligencia Computacional de la Universidad de Málaga, dicen incluso que el invento (que tiene ya un par de años pero que salta ahora a la primera página porque ha publicado un disco con sus obras) revolucionará la forma de componer. Sin embargo, y tras el susto inicial, con atisbos de sorpresa, incredulidad y sonrisa ingenua, si nos paramos a pensar en la altisonancia de esas palabras, es ciertamente una contradicción que un programa informático para componer vaya a revolucionar la composición.

Y es que no hay revolución en la composición si se elimina al compositor, sustituyéndolo por un ordenador. Hasta ahora, lo más cercano a «componer» que un profano podía hacer es descargarse un programa tipo eJay y un buen archivo de samples y liarse a hacer combinaciones infinitas para producir bases de rap. También hay programas, en esa línea, para otro tipo de música: dance, pop, reggae... El resultado (lo que suena a través del ordenador) es bastante real y, en ocasiones, cuando el cantante graba la pista de audio encima, es muy complicado distinguir lo que es un sample de lo que es una persona tocando un instrumento. Depende de la calidad del archivo y de la tarjeta de sonido, pero, hoy en día, los estudios pueden hacer verdaderas virguerías. No diré nombres, porque se sorprenderían. Es más, muchos artistas, a pesar de grabar con músicos en directo, emplean algunos samples para según qué secciones de la canción o según qué instrumentos. Como en todo, la crisis también ha hecho estragos en este ámbito.

Al ritmo creativo que lleva Iamus, en unos años se convertirá en el compositor más prolífico de la historia (más que Anónimo…). Creo que los investigadores tomaron muy en serio esas conocidas palabras del compositor finés Esa-Pekka Salonen, director de la Philharmonia Orchestra de Londres. Ya saben: «Estoy seguro de que si Wagner o Mozart viviesen, usarían las nuevas tecnologías y trabajarían con ordenadores». Pero no creo que Salonen estuviera pensando en algo como Iamus.



No todo puede estar supeditado a las máquinas. Los ordenadores nos ayudan, por supuesto, y, como es de imaginar, desde hace algún tiempo existen programas informáticos que permiten que el compositor no tenga que copiar a mano toda la partitura, sino que permite un resultado profesional. En esos programas puedes oír la pieza antes de que la interprete una banda o una orquesta (resaltar aquí el verbo: interpretar); puedes imprimirla y facilitar la tarea del músico, pero previamente a eso ha habido un proceso creativo de composición. No me puedo explicar cómo lo hace Iamus (la verdad es que el mundo se parece cada vez más a Skynet), porque resulta increíble.

Otro tanto pasa con los procesadores de textos. Imagínense que, en vez del Word, o además del Word si quieren, tuviéramos un programa al que le dijéramos: quiero una novela romántica de trescientas páginas. O un soneto. O una obra de teatro absurdo en cuatro actos. Y la máquina se pusiera a mover circuitos y a expulsar hojas. Todo el mundo podría crear su propia obra, como afirman los creadores de Iamus, pero, por esa misma regla de tres, desaparecerían los auténticos creadores. Dicen, incluso, que las piezas de Iamus emocionan. Se pueden escuchar por Internet. Aviso a navegantes: no es una sonata de Beethoven o un vals de Chopin. De hecho, se parece más a algo de Cage o Reich. Pero es música, al fin y al cabo. El cómo surge la obra musical a partir de parámetros tan aleatorios, ambiguos y a la vez delimitadores, como es el tiempo y las voces, es algo que los científicos habrán descubierto, algo que yo, de letras puras, ni siquiera aspiro a entender.



Es posible, quién sabe, que dentro de la máquina habite un pequeño genio, un mini Mozart escondido, componiendo sin cesar. Es la única explicación lógica para que, de repente, y encima gracias a investigadores españoles en una universidad española (¡con la que le está cayendo a la educación y a la investigación!), una máquina se ponga a componer música desde la nada.

sábado, 12 de enero de 2013

Solo esos pueden decírnoslo

Hace algunos años, la RAE actualizó las normas ortográficas. Hasta ahí nada nuevo. De hecho, es su función. Sin embargo, el problema viene cuando esas nuevas reglas no nos apañan. Es lo que ha ocurrido con la propuesta de que el adverbio solo y los pronombres demostrativos este, ese, aquel y sus variantes ya no lleven tilde.

Cuando éramos pequeños nos enseñaron en el colegio que solo lleva tilde cuando equivale a solamente; si no, es un adjetivo y, por tanto, no lleva. Pero la RAE se dio cuenta de que muy pocas veces, o ninguna si atendemos al contexto, hay confusión: son dos palabras de categorías gramaticales diferentes que se escriben y suenan igual, como puente, ojo o banco. A eso se le llama homógrafo y, según el contexto en que se encuentren, tendrán un significado u otro. ¿Por qué mantener, pues, la tilde diacrítica en solo? No es el caso de el/él o tu/, por poner dos ejemplos. Estas dos palabras se diferencian, además de en su categoría gramatical (determinante/pronombre) en su acentuación: el primero es átono y el segundo tónico y, por lo tanto, la tilde nos ayuda a distinguir esa pronunciación diferente de acuerdo a la categoría a la que pertenece.

Pero eso no ocurre ni con solo (que se pronuncia igual intensidad siendo adjetivo o adverbio) ni con los pronombres demostrativos. Nada distingue la pronunciación de esas palabras en estas frases:

A mi cumpleaños vendrán SOLO Juan y su hermana.
SOLO pudo estudiar un día para ese examen tan difícil.

ESTE coche es perfecto para mí.
ESTE es el libro que me compré.

No hay diferencias de pronunciación. El significado queda claro por el contexto. Entonces, ¿por qué seguir poniéndoles a estas palabras una tilde diacrítica que no tiene sentido? Y, puesto que son llanas acabadas en vocal (o en ese, caso de estos, esos, aquellos, etc.), no necesitan llevar tilde. Y es un error ortográfico ponérsela, como la propia Academia reconoce (la última vez en su canal de Twitter, @RAEinforma):



Sin embargo, como hecha la ley hecha la trampa, la propia RAE nos dice, en el Diccionario panhispánico de dudas que «ahora bien, cuando esta palabra pueda interpretarse en un mismo enunciado como adverbio o como adjetivo, se utilizará obligatoriamente la tilde en el uso adverbial para evitar ambigüedades». Como en la oración «Juan toma un café solo», que no sabemos si el café es lo único que toma o no hay nadie junto a Juan mientras lo toma. Pero esa excepción tiene problemas de comprensión incluso en la lengua hablada (donde la tilde de solo no se «escucha», por así decirlo, al pronunciarse de igual modo en todos sus sentidos). La RAE (y la lógica, por otra parte) nos ayuda a resolver esa ambigüedad: «Juan toma solamente un café».

Hay muchísima gente que no acepta esos cambios por parte de la Real Academia. «Cuando equivale a solamente, sólo ha llevado tilde», dicen. «Toda la vida», añaden. «La RAE puede decir misa», rematan. Como he repetido muchas veces en otras entradas en este blog o en artículos en prensa, la lengua es un ente vivo en constante evolución. Y para muestra un botón. Seguro que ustedes pueden recitar de memoria la retahíla de preposiciones en español: a, ante, bajo, cabe, con, contra, de, desde, en, entre, hacia, hasta, para, por, según, sin, so, sobre y tras. Desde hace algunos años, se añaden nuevas preposiciones: durante, mediante, versus y vía. Y esto no es algo demasiado nuevo, claro está: la preposición durante se reconoce como tal desde la 21ª edición del Diccionario, en 1992 y mediante desde la 20ª edición, en 1984. Versus apareció por vez primera en nuestro Diccionario en 1985 (revisión del diccionario anterior), con el sentido de «frente a, contra», tomado del inglés, que hizo una mala traducción de la preposición original latina, que quiere decir «hacia, en dirección a». Finalmente, la preposición vía es de corto recorrido: si bien en el DRAE de 1992 se decía que «en complementos circunstanciales sin artículo ni preposición, hace las veces de esta y equivale a “por, pasando por”. He venido VÍA París, La fotografía se ha recibido VÍA satélite», desde la 22ª edición, en 2001, ya tiene el estatus de preposición.

Y es que no todo es inamovible, y menos cuando tratamos asuntos lingüísticos. Ya ni siquiera la ciencia es inamovible. Cuando estudiábamos en la escuela la lista de planetas del Sistema Solar (Mercurio, Venus, Tierra, Marte, Júpiter, Saturno, Urano, Neptuno y Plutón) nos la sabíamos de memoria, por orden, como las provincias de Andalucía o los afluentes del Ebro, como los reyes godos o las capitales de estado de EE. UU. No obstante, desde 2006, nuestro Sistema Solar cuenta con ocho planetas, uno menos; Plutón se considera desde entonces un planeta enano, junto a Ceres, Haumea, Makemake y Eris. Y lo hemos aceptado. Sin más. No nos hemos parado a pensar: «Pero si toda la vida (al menos desde 1930) Plutón ha sido un planeta…».



También lo he dicho en repetidas ocasiones: no todo es como nosotros creemos que es. Pasa con la conocidísima pieza musical Adagio en sol menor, o Adagio de Albinoni. A pesar de que es general la creencia de que es una obra original del compositor barroco Tomaso Albinoni, realmente fue compuesta por el musicólogo italiano Remo Giazotto en 1945. Hay algunos que incluso esgrimen con terquedad: «Siempre ha sido de Albinoni y siempre lo será», pero lo cierto es que nunca lo ha sido y nunca lo será. Lo que no le resta mérito a esta hermosa pieza, por supuesto, como también es fabuloso el archiconocido Adagio para cuerdas de Samuel Barber, compuesto a finales de los años 30 del pasado siglo.



Hay más: el delicioso librito Pequeña crónica de Anna Magdalena Bach siempre se creyó escrito por la segunda mujer de Johann Sebastian Bach, pero en realidad su autora, Esther Meynell, lo publicó de forma anónima en 1925. Al final, y debido al éxito, tuvo que confesar la autoría. Y es posible que el poema Espejo de paciencia, compuesto por Silvestre de Balboa (¿?) corra esa misma suerte. Algún día lo sabremos.

Espero que este, quien escribe, esté para contarlo. Y ustedes para verlo. Mientras tanto, solo ellos, solo esos, los académicos de la RAE, estarán para decirnos (nos guste más o menos) cómo se escribe.

viernes, 4 de enero de 2013

Cómo sobrevivir a 2013

Ahora que ya llevamos unos días del nuevo año, ahora que es posible que hayamos incumplido los dos o tres primeros propósitos que nos habíamos planteado en Nochevieja, es momento de hacer balance sobre este 2013 que empieza a florecer en los campos gélidos de este enero luminoso. Y perdón por la metáfora.


Durante este 2013 me he propuesto seguir siendo un ignorante en economía. Y espero que, al llegar el próximo diciembre, siga sabiendo lo mismo sobre mercados, balances y primas de riesgo. O sea, nada. O poco. Como mucho, la alegría o la tristeza de ver bajar o subir las tres cifras de nuestra prima, atisbando que, si esto fuera una clasificación deportiva, nuestra prima estaría en Preferente, la de Francia jugando la Champions interestelar y la de Grecia dándole patadas a las piedras en campos abandonados de las afueras de la polis. Tampoco es plan de comprarme algún libro tipo Economía para Dummies y lucirlo por la calle (prefiero ir leyendo por los parques el recomendable y voluminoso ensayo musical Escucha esto, del crítico Alex Ross). Seguiré siendo, lo prometo, un no iniciado en economía. Sé lo básico: que vivimos en un enorme laberinto formado por fichas de dominó y que, cuando a los cuatro o cinco tipos que manejan los hilos les venga en gana, empezará todo a derrumbarse. Y en ese momento ya no habrá vuelta atrás. Y sé, o creo saber, lo peor de todo esto: que siempre ha sido así, desde el final de la Segunda Guerra Mundial, cuando el mapa geopolítico del mundo se decidió tras una buena cena y antes de un copioso desayuno. Es lo que tiene ser de letras puras y haber aprobado mi examen de integrales de 2º de BUP sin subir la escalera que conducía a la clase.

Mi propósito de año nuevo quizá se parezca al suyo: voy a aprender inglés. Para ello estoy poniendo todo lo que se puede y más de mi parte. Además de la academia y de algunas clases extra de conversación con nativos, me he apuntado a una plataforma educativa llamada Coursera. En ella, distintas universidades internacionales ofertan cursos en línea sobre los más variados temas. En marzo empiezo uno sobre escritura de canciones. En inglés, por supuesto. También se puede aprender (lengua inglesa, además de otras materias) utilizando la plataforma TED, que nos ofrece miles de conferencias de todos los géneros y para todos los gustos. Y leyendo, por supuesto. Leyendo mucho. Ahora estoy con The elements of the style (si algún alma caritativa la tiene traducida al español y me la presta, aquí dejo mi agradecimiento eterno), de Strunk y White, un librito que todo escritor o aspirante a escritor debería leer, releer, subrayar y estudiar. Lo que me lleva a mi tercer propósito de año nuevo que espero cumplir.



Voy a escribir más. Tras publicar recientemente mi novela El asesino del pentagrama, me hallo inmerso ahora en la documentación para mi próximo libro. Es importante esa fase de investigación, no para que una obra se convierta en un compendio de sabiduría (para eso está la enciclopedia o San Google), sino para que nada le chirríe al lector experto o a aquel que, aun no siéndolo, acude a Internet para ver si puede poner a prueba al autor. Escribir novela es difícil. La gente piensa que, una buena mañana, después del café y las tostadas, enciende el ordenador, abre el Word y toda esa sabiduría que atesora empieza a formar una historia, los personajes adquieren voz y presencia, los párrafos se forman solos, los puntos se colocan en su sitio… No es así, por supuesto. Primero hay que leer, y leer mucho. Leer de todo. Después hay que escribir, reescribir, borrar, corregir y desechar muchísimas veces. Tampoco viene mal apuntarse a un curso de escritura creativa porque, para qué engañarnos, aunque nuestro grupo privado de aduladores nos llene continuamente los oídos de bondades acerca de nuestras metáforas enrevesadas o sobre nuestra maestría en el manejo del diccionario de sinónimos, todo es mejorable. Es más, conformarse con el halago fácil es lo último que hay que hacer.



Lo más difícil de todo esto es encontrar una voz propia. Estamos acostumbrados, casi anestesiados más bien, a leer textos que suenan a otros autores; a Juanjo Millás, a Ángeles Caso, a Héctor Abad Faciolince, a Pérez-Reverte, por citar solo a algunos de los mejores articulistas del panorama actual en español. Como todo, no hay nada como el original. Y en el momento de ponerte a escribir un relato o una novela, toca dejar de leer. O al menos de leer prosa de ficción. Tengo una máxima: cuando escribo ficción, leo poesía o ensayo.

Pretendo sobrevivir de esta manera al nuevo año. Leyendo y escribiendo, maravillándome a cada paso de todo cuanto me rodea, viendo el lado bueno (aunque a veces resulte casi imposible), descubriendo nuevos mundos (aunque estén dentro de este, como decía Paul Éluard), enseñando lo poco que sé y tratando de sacar de mis alumnos todo el potencial que mantienen oculto, aprendiendo algo cada día. Procurando hacer realidad la frase de Giuseppe Verdi: «Copiar la verdad puede ser algo bueno, pero inventar la verdad es mejor, mucho mejor». Y en esas estamos.