domingo, 6 de abril de 2014

Aunque nos vendan la moto

Después de leer los ácidos comentarios que algunos dirigían hacia la nueva apariencia de Facebook, por fin la vi. Hace unos días. Hasta ahora tenía que asistir a la contemplación airada de esos vilipendios, como un torero cobarde tras la barrera de sus miedos, quizá porque también hacía tiempo que no me metía en la versión de escritorio de la conocida red social (últimamente uno gasta el móvil para todo, incluso para llamar). De la primera impresión, poco pude sonsacar. Y novedades las justas, a pesar de los ríos de tinta que ha provocado. Ahora luce más bien como un periódico, a tres columnas, y parece que la letra y el previsionado de imágenes es más grande. Cosa que es de agradecer, sobre todo para los que, como yo, vamos sumando años, perdiendo vista y pintando canas.

En el centro de eso que llaman timeline de Facebook, en un hueco más estrecho que el que había antes, uno puede colgar sus fotos de comida, sus amaneceres primaverales, sus comentarios de películas o de partidos de fútbol o compartir las últimas noticias o un vídeo de (su) interés. También puede seguir colgando imágenes chulas con frases motivadoras de Paulo Coelho o Deepak Chopra.

Esa es nuestra casa, a la vista de la casa de todos, cual patio de vecinos, como aquellas puertas sin cerradura de la infancia de nuestros padres, donde todo se sabía, se veía o se imaginaba, donde tan solo las vergüenzas quedaban para debajo de la mesa camilla. Y ahora ya ni eso, porque con la llegada de las redes sociales (¿hace cuánto, seis o siete años?) parece que hayamos perdido el derecho a la intimidad. Pero, ojo, que hemos sido nosotros mismos los que nos hemos despojado de ese honor. Es más, con esa dicotomía propia de la generación Z (herederos de mi generación Y, hijos de la generación X que llegó después del baby boom), los adolescentes de hoy son reacios a transmitir sus sentimientos o pensamientos a cualquiera que tenga cinco años más (ya no digamos quince), aunque luego descargan sus pasiones, sus dudas, sus anhelos, sus temores en las redes sociales. Y, así, Twitter se llena de minidosis de nostalgia concentrada o rabia contenida y ocultada tras un avatar anónimo; Instagram de imágenes cuadriculadas de espacios hogareños y fragmentos de libros; YouTube de horas y horas de guitarras soñolientas y voces juveniles que cantan en inglés un dolor que piensan en español pero que es universal; y, en todas partes, aunque en un principio en auge y ahora presumiblemente menos, líneas de texto en formato blog donde muchachos y muchachas narran los capítulos de un amor de verano o una historia que no se atreven a contar, salvo, por supuesto, con la excepción de a todo el mundo.

Desde luego, los profesores de Lengua no podemos quejarnos: los adolescentes leen muchísimo, puede que más de lo que nosotros leíamos a su edad. Y escriben. Es posible que no nos guste ni lo que leen ni sobre lo que escriben, pero ese es otro tema y, desde luego, no les incumbe a ellos sino a los que mandamos los libros de lectura o a quienes hacen los libros de texto. Y, claro, tampoco es el tema de este artículo.

Porque este artículo va sobre redes sociales que se adaptan a los nuevos tiempos. En la columna de la derecha de Facebook van los anuncios. Ahora ese espacio es mucho mayor. Durante semanas he tenido que leer las quejas sobre eso. Pero, bueno, es que Facebook se mantiene gracias a las empresas y particulares que pagan por anunciarse. Lo demás es gratis. Gratis, ¿saben? Para siempre. Sí, a pesar de aquel SMS que les mandaron y que rebotaron a todos sus contactos. También hay tuits promocionales en Twitter y la gente les contesta, gritándoles que es spam, que los van a bloquear (ya saben, ese tipo de quejas que raya el ridículo y resbala a los que llevan esas cuentas). Y he visto gente criticar que, durante un vídeo de YouTube, te cuelen un anuncio de seis segundos. Es publicidad. No me preocupa demasiado: esos que se quejan son los mismos que se tragan diez minutos de anuncios cada cuarenta minutos de película o programa en televisión para saber si la mujer conseguirá finalmente encontrar a la hija que secuestró el hermano malvado de su exmarido fallecido o para ver el veredicto del jurado del concurso de cocina, baile o canciones de turno. Y, claro, durante la publicidad, toca tuitear críticas sobre esa misma publicidad.

Y es que no todo puede ser gratis. Que estemos pagando una conexión a Internet (aunque sea la segunda más cara de Europa) no nos da derecho al gratis total que promulgan algunos a los cuatro vientos siempre y cuando en ese «gratis» entre solo el trabajo de los demás y no el propio. Hay que pagar por la creación ajena. Ttal vez, como dice Amanda Palmer en una conferencia TED que pueden encontrar fácilmente en la red, no obligando a pagar, sino permitiendo que se pague. Y asumir estoicamente que esos anuncios que nos tragamos, aunque la mayoría nos quiera vender la moto, posibilitan los medios para que nosotros podamos seguir colgando fotos de almuerzos, canciones que nos levantan el ánimo y microcuentos en 140 caracteres.