De mayo a octubre (y siempre según nos trate el calentamiento global), no hay nada mejor que paliar el calor con un buen gazpacho.
Cada color importa. Cada color aporta su sabor, su textura, su aroma. Incluso el agua, obviamente esencial para el gazpacho andaluz, a pesar de que no tenga ni olor ni pigmento.
Para acompañarlo tenemos la paleta de colores que potencia la magia del gazpacho: tomate, pimiento, pepino, picatostes...
Este es un placer que me encanta. Tomar gazpacho. Porque es la sinestesia perfecta: color / sabor.
Aunque repita. Y es que, bien mirado, a mí siempre me gusta repetir gazpacho.
martes, 2 de julio de 2013
lunes, 1 de julio de 2013
El placer son dos bocados
O a lo sumo tres. Es el tiempo que tardas en comer una tapa de solomillo con foie y cacahuetes.
Estamos en el restaurante Sucre, en Petrer, sentados en una mesa de la terraza, disfrutando de una buena noche y una buena conversación al igual que los insectos disfrutan posándose en la ropa, en la cara o en el brazo. Alguno quiere probar a mojarse de cerveza, a ver qué se siente (quizá ha oído las historias milenarias de otros de su especie que regresaron de un baño sanos y salvos), pero no pasa de ahí.
Atraídos por la luz blanca de la bombilla que ilumina la mesa, una nube de insectos diminutos (por fortuna no son mosquitos) mira hacia abajo. Me los imagino echando a suertes quién será el valiente que efectuará el siguiente descenso en picado. Alguno, seguro, porque la vida a esas escalas es efímera a nuestros ojos, se hará el remolón. Pero no dejan de acercarse.
Para ellos, si pudieran, esta tapa les duraría varias vidas. Qué afortunados son. A mí solo me bastan dos bocados.
Estamos en el restaurante Sucre, en Petrer, sentados en una mesa de la terraza, disfrutando de una buena noche y una buena conversación al igual que los insectos disfrutan posándose en la ropa, en la cara o en el brazo. Alguno quiere probar a mojarse de cerveza, a ver qué se siente (quizá ha oído las historias milenarias de otros de su especie que regresaron de un baño sanos y salvos), pero no pasa de ahí.
Atraídos por la luz blanca de la bombilla que ilumina la mesa, una nube de insectos diminutos (por fortuna no son mosquitos) mira hacia abajo. Me los imagino echando a suertes quién será el valiente que efectuará el siguiente descenso en picado. Alguno, seguro, porque la vida a esas escalas es efímera a nuestros ojos, se hará el remolón. Pero no dejan de acercarse.
Para ellos, si pudieran, esta tapa les duraría varias vidas. Qué afortunados son. A mí solo me bastan dos bocados.
domingo, 19 de mayo de 2013
Hakuna Matata
Esta semana, la Organización de las Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación (FAO) nos sorprendía con un informe en el que, poco más o menos, nos recomendaba la ingesta de insectos. En el informe (que ya puede leerse en la web de la FAO), titulado «Los bosques para una mejor nutrición y seguridad alimentaria», elaborado por Eva Müller y presentado en Roma, es cierto que se insta a proteger los bosques (¡perfecto!), pero porque en ellos habitan cientos de especies de insectos que son parte de la alimentación básica en más de una cincuentena de países (¿cómo!).
Rebobinemos. ¿Eso quiere decir que, en vez de intentar fomentar una economía sostenible de mercado, en vez de tratar que ganaderos y agricultores ganen lo que tienen que ganar por su producto, en vez de impedir que los intermediarios hinchen los precios en perjuicio del consumidor, quieren que cambiemos nuestras costumbres culturales de la noche a la mañana? Pues no, o quiero creer que no, pero el informe habla claro, hasta con un soplo de lirismo: «los gusanos son una fuente excelente de nutrientes». Su contenido en proteínas y grasas es más alto que en la carne o en el pescado y aporta más energía por unidad. Y, oye, que 100 gramos de insectos cocidos proporcionan más del 100 % de las necesidades diarias de vitaminas y minerales.
Por si eso no rayara ya el esperpento, la introducción del estudio, donde la FAO directamente baja los párpados y los brazos y se encoge de hombros, es desoladora. Una muestra: «925 millones de personas padecen inseguridad alimentaria» (¡un sexto de la población mundial!). Y creciendo. Está claro que no cumplimos ni de chiripa los Objetivos de Desarrollo del Milenio marcados en septiembre de 2010 (entonces ya había crisis…), cuando nos propusimos (sí, en plural, con nuestros gobiernos a la cabeza) reducir a la mitad la proporción de personas que sufren hambre para el año 2015. Ya ven, 2015; a la vuelta de la esquina. Sin embargo, la FAO pretende que nos nutramos de insectos.
Cuando en diciembre de 2008 estuve en los campamentos saharauis de Tinduf repartiendo placas solares a las familias de allí ya les decíamos que en Europa, Estados Unidos y cualquier otro lugar del autodenominado Primer Mundo estaba empezando una crisis atroz que se adivinaba muy larga. Estaba claro que los primeros en ser olvidados serían ellos: ese Tercer Mundo sufriría las consecuencias inmediatas de que al otro lado del pastel ya no le sobrara bizcocho. ¿Para qué mandar dinero allí, a niños con la barriga hinchada en Somalia, a niñas violadas en la India o a muchachos sin posibilidad de escolarización en Sudamérica? La crisis estaba ahora aquí. Pero piensen algo: si nosotros estamos en crisis, ¿cómo estarán ahora mismo en otros lugares del mundo con muchísima menos suerte que nosotros? Ya quisieran ellos esta crisis nuestra.
Y eso que a nosotros en el Sáhara nos daban de comer pollo asado, fruta, ensalada, cuscús y cabra. Igual era porque no había bosques…
Sin embargo, a la FAO no le preocupa que los ganaderos vendan el kilo de carne al mismo precio que en 1986, no llega a dos euros por kilo. Y tampoco le preocupa que si un kilo de naranjas cuesta ochenta céntimos, únicamente nueve vayan a parar al agricultor. La FAO prefiere decirnos que ya hay 1.900 especies de insectos que se consumen en el mundo: escarabajos, orugas, abejas, avispas, hormigas, saltamontes, grillos, langostas… Así que, ya saben: este verano, cuando el calor apriete y el grillo cante, prepárense una buena tortilla aderezada con crujiente natural. ¿Y qué me dicen de esas cucarachas voladoras que, de repente, aterrizan en el alféizar de la ventana de la cocina? Directas a la sartén. Es el bufé libre de la Madre Naturaleza. Sírvanse.
Porque, quizá, tampoco es tan descabellado. Piensen que, hasta no hace mucho, y salvo aventureros intrépidos, nadie había probado el sushi. Y ahora hay restaurantes japoneses por doquier. Tal vez dentro de diez años estemos pidiendo una ensalada de hojas tiernas de morera con gusanos de seda regada con vinagre balsámico. Y de primero escarabajo titán con guarnición de avispas salteadas. Una delicia. Si hasta Simba, el rey león, pudo acostumbrarse, ¿qué no podemos hacer nosotros? Ya saben: Hakuna Matata. Y bon appétit.
Rebobinemos. ¿Eso quiere decir que, en vez de intentar fomentar una economía sostenible de mercado, en vez de tratar que ganaderos y agricultores ganen lo que tienen que ganar por su producto, en vez de impedir que los intermediarios hinchen los precios en perjuicio del consumidor, quieren que cambiemos nuestras costumbres culturales de la noche a la mañana? Pues no, o quiero creer que no, pero el informe habla claro, hasta con un soplo de lirismo: «los gusanos son una fuente excelente de nutrientes». Su contenido en proteínas y grasas es más alto que en la carne o en el pescado y aporta más energía por unidad. Y, oye, que 100 gramos de insectos cocidos proporcionan más del 100 % de las necesidades diarias de vitaminas y minerales.
Por si eso no rayara ya el esperpento, la introducción del estudio, donde la FAO directamente baja los párpados y los brazos y se encoge de hombros, es desoladora. Una muestra: «925 millones de personas padecen inseguridad alimentaria» (¡un sexto de la población mundial!). Y creciendo. Está claro que no cumplimos ni de chiripa los Objetivos de Desarrollo del Milenio marcados en septiembre de 2010 (entonces ya había crisis…), cuando nos propusimos (sí, en plural, con nuestros gobiernos a la cabeza) reducir a la mitad la proporción de personas que sufren hambre para el año 2015. Ya ven, 2015; a la vuelta de la esquina. Sin embargo, la FAO pretende que nos nutramos de insectos.
Cuando en diciembre de 2008 estuve en los campamentos saharauis de Tinduf repartiendo placas solares a las familias de allí ya les decíamos que en Europa, Estados Unidos y cualquier otro lugar del autodenominado Primer Mundo estaba empezando una crisis atroz que se adivinaba muy larga. Estaba claro que los primeros en ser olvidados serían ellos: ese Tercer Mundo sufriría las consecuencias inmediatas de que al otro lado del pastel ya no le sobrara bizcocho. ¿Para qué mandar dinero allí, a niños con la barriga hinchada en Somalia, a niñas violadas en la India o a muchachos sin posibilidad de escolarización en Sudamérica? La crisis estaba ahora aquí. Pero piensen algo: si nosotros estamos en crisis, ¿cómo estarán ahora mismo en otros lugares del mundo con muchísima menos suerte que nosotros? Ya quisieran ellos esta crisis nuestra.
Y eso que a nosotros en el Sáhara nos daban de comer pollo asado, fruta, ensalada, cuscús y cabra. Igual era porque no había bosques…
Sin embargo, a la FAO no le preocupa que los ganaderos vendan el kilo de carne al mismo precio que en 1986, no llega a dos euros por kilo. Y tampoco le preocupa que si un kilo de naranjas cuesta ochenta céntimos, únicamente nueve vayan a parar al agricultor. La FAO prefiere decirnos que ya hay 1.900 especies de insectos que se consumen en el mundo: escarabajos, orugas, abejas, avispas, hormigas, saltamontes, grillos, langostas… Así que, ya saben: este verano, cuando el calor apriete y el grillo cante, prepárense una buena tortilla aderezada con crujiente natural. ¿Y qué me dicen de esas cucarachas voladoras que, de repente, aterrizan en el alféizar de la ventana de la cocina? Directas a la sartén. Es el bufé libre de la Madre Naturaleza. Sírvanse.
Porque, quizá, tampoco es tan descabellado. Piensen que, hasta no hace mucho, y salvo aventureros intrépidos, nadie había probado el sushi. Y ahora hay restaurantes japoneses por doquier. Tal vez dentro de diez años estemos pidiendo una ensalada de hojas tiernas de morera con gusanos de seda regada con vinagre balsámico. Y de primero escarabajo titán con guarnición de avispas salteadas. Una delicia. Si hasta Simba, el rey león, pudo acostumbrarse, ¿qué no podemos hacer nosotros? Ya saben: Hakuna Matata. Y bon appétit.
domingo, 24 de marzo de 2013
Siempre Bebo
Como muchos otros, la primera vez que oí tocar a Bebo Valdés fue en la película Calle 54, ese homenaje al jazz latino que Fernando Trueba nos brindó en el año 2000. Al final del documental, Bebo y su hijo Chucho, separados por un océano, se encuentran en un estudio de Nueva York para tocar «La comparsa», de Ernesto Lecuona, a cuatro manos y dos pianos.
Empieza el padre con una sublime introducción que inicia el bajo arpegiado en fa sostenido menor; el hijo puntea la melodía. A partir de ahí, solos de lado a lado del estudio, un mar de notas fundiendo la distancia y el mejor epílogo para otra obra maestra de Trueba. En aquel momento, Bebo Valdés tenía ochenta y un años. Prácticamente, el director español lo sacó de su exilio personal en Suecia para grabar la película y catapultarlo, por segunda vez, al estrellato internacional. Lejos quedaban las décadas de orquestas allá en la patria Cuba, grabaciones rescatadas en los albores del nuevo siglo XXI aprovechando el oleaje favorable. Esos cedés, recuperados por Calle 54 Records y otras discográficas, le ponen la banda sonora a los años cincuenta y sesenta.
Pero, sin duda, fue Lágrimas negras el disco que, en 2003, acerca al gran público la figura de Bebo. En el álbum, producido por Fernando Trueba, se unen las dos orillas, Cuba y España, para fusionar bolero y flamenco, jazz y son. La voz la pone Diego el Cigala, desgarrada y sufridora; de esta forma, el bolero se escucha nuevo, natural, pecho al descubierto y garganta al aire.
Magistral el cantaor, que siguió en solitario un vuelo (Bebo acabó agotado por la gira mundial que le siguió al disco) que lo llevaría a repetir formato (Dos lágrimas) o probar con otros géneros (fabuloso el disco en directo Cigala&Tango). Pero dos años antes de Lágrimas negras, Bebo y Cigala ya habían tocado juntos en Corren tiempos de alegría, el tercer disco del cantaor madrileño, producido por Javier Limón (el cuarto elemento de esta ecuación perfecta). La guajira «Señor del aire», la bulería «La fuente de Bebo» y, sobre todo, el soberbio bolero «Amar y vivir», de Consuelo Velázquez (la creadora del celebérrimo «Bésame mucho»). Este es el mejor aperitivo para lo que sería después Lágrimas negras, un diálogo de maestros, un engarce perfecto entre dos almas dedicadas a la música.
Y a pesar de que el nombre de Bebo quede para siempre ligado al de El Cigala, sobre todo en los más jóvenes, el pianista cubano también nos regaló pequeñas joyas. Grabaciones a dúo con el contrabajista Javier Colina o con el violinista Federico Britos y un disco junto a Chucho Valdés, a dos pianos, con Bebo sonando por un lado de los altavoces y Chucho por el otro. Ese sería su último disco de estudio. No obstante, su verdadero testamento fue Bebo, en 2005, también producido por Trueba y Nat Chediak. En ese disco, cuya sobria portada (las ancianas manos del maestro moviéndose sobre el piano) ya nos anuncia el contenido, Bebo Valdés hace un resumen de la música cubana: sones, guaguancós, habaneras, danzas, contradanzas, boleros… De los compositores más grandes, interpretados aquí por el más grande. El disco, una de esas cuidadas ediciones de Calle 54 Records, incluye unas líneas del propio Bebo sobre cada canción. Leído al completo, es una declaración de amor a la música cubana y a Cuba: «este disco expresa la nostalgia de cosas, gentes y lugares que ya no existen, de la juventud que se fue, de las personas a las que amé, de un mundo que se va o ya se ha ido».
Cuando lo entrevistaron en Lo más plus, el mítico programa que Fernando Schwartz y Ana García-Siñeriz presentaban, Bebo Valdés no habló mucho. La voz cantante de la entrevista la llevaba Diego el Cigala. Bebo se limitaba a tantear la mesa como si fuera un piano. Era su forma de expresarse: la música. Cada nota, cada melodía improvisada estaba impregnada de la esencia de Bebo. Ahora que ya no está, su música es lo único que nos queda. Volver a revisar los discos, volver a ver los vídeos, detenerse en cada tema y volverlo a escuchar. Eternamente. Para siempre. En 1960 huyó de Cuba, pero Cuba iba siempre con él. Ahora, esté donde esté, su Cuba sigue a su lado. Aquí, con nosotros, por siempre, se queda su música, lo eterno, lo que nunca muere. Gracias por todo, Bebo. Gracias.
Empieza el padre con una sublime introducción que inicia el bajo arpegiado en fa sostenido menor; el hijo puntea la melodía. A partir de ahí, solos de lado a lado del estudio, un mar de notas fundiendo la distancia y el mejor epílogo para otra obra maestra de Trueba. En aquel momento, Bebo Valdés tenía ochenta y un años. Prácticamente, el director español lo sacó de su exilio personal en Suecia para grabar la película y catapultarlo, por segunda vez, al estrellato internacional. Lejos quedaban las décadas de orquestas allá en la patria Cuba, grabaciones rescatadas en los albores del nuevo siglo XXI aprovechando el oleaje favorable. Esos cedés, recuperados por Calle 54 Records y otras discográficas, le ponen la banda sonora a los años cincuenta y sesenta.
Pero, sin duda, fue Lágrimas negras el disco que, en 2003, acerca al gran público la figura de Bebo. En el álbum, producido por Fernando Trueba, se unen las dos orillas, Cuba y España, para fusionar bolero y flamenco, jazz y son. La voz la pone Diego el Cigala, desgarrada y sufridora; de esta forma, el bolero se escucha nuevo, natural, pecho al descubierto y garganta al aire.
Magistral el cantaor, que siguió en solitario un vuelo (Bebo acabó agotado por la gira mundial que le siguió al disco) que lo llevaría a repetir formato (Dos lágrimas) o probar con otros géneros (fabuloso el disco en directo Cigala&Tango). Pero dos años antes de Lágrimas negras, Bebo y Cigala ya habían tocado juntos en Corren tiempos de alegría, el tercer disco del cantaor madrileño, producido por Javier Limón (el cuarto elemento de esta ecuación perfecta). La guajira «Señor del aire», la bulería «La fuente de Bebo» y, sobre todo, el soberbio bolero «Amar y vivir», de Consuelo Velázquez (la creadora del celebérrimo «Bésame mucho»). Este es el mejor aperitivo para lo que sería después Lágrimas negras, un diálogo de maestros, un engarce perfecto entre dos almas dedicadas a la música.
Y a pesar de que el nombre de Bebo quede para siempre ligado al de El Cigala, sobre todo en los más jóvenes, el pianista cubano también nos regaló pequeñas joyas. Grabaciones a dúo con el contrabajista Javier Colina o con el violinista Federico Britos y un disco junto a Chucho Valdés, a dos pianos, con Bebo sonando por un lado de los altavoces y Chucho por el otro. Ese sería su último disco de estudio. No obstante, su verdadero testamento fue Bebo, en 2005, también producido por Trueba y Nat Chediak. En ese disco, cuya sobria portada (las ancianas manos del maestro moviéndose sobre el piano) ya nos anuncia el contenido, Bebo Valdés hace un resumen de la música cubana: sones, guaguancós, habaneras, danzas, contradanzas, boleros… De los compositores más grandes, interpretados aquí por el más grande. El disco, una de esas cuidadas ediciones de Calle 54 Records, incluye unas líneas del propio Bebo sobre cada canción. Leído al completo, es una declaración de amor a la música cubana y a Cuba: «este disco expresa la nostalgia de cosas, gentes y lugares que ya no existen, de la juventud que se fue, de las personas a las que amé, de un mundo que se va o ya se ha ido».
Cuando lo entrevistaron en Lo más plus, el mítico programa que Fernando Schwartz y Ana García-Siñeriz presentaban, Bebo Valdés no habló mucho. La voz cantante de la entrevista la llevaba Diego el Cigala. Bebo se limitaba a tantear la mesa como si fuera un piano. Era su forma de expresarse: la música. Cada nota, cada melodía improvisada estaba impregnada de la esencia de Bebo. Ahora que ya no está, su música es lo único que nos queda. Volver a revisar los discos, volver a ver los vídeos, detenerse en cada tema y volverlo a escuchar. Eternamente. Para siempre. En 1960 huyó de Cuba, pero Cuba iba siempre con él. Ahora, esté donde esté, su Cuba sigue a su lado. Aquí, con nosotros, por siempre, se queda su música, lo eterno, lo que nunca muere. Gracias por todo, Bebo. Gracias.
miércoles, 13 de febrero de 2013
Como moscas a la miel
Les propongo un ejercicio de proyección mental. Imagínense cómo serán dentro de veintiún años. Ustedes y todo cuanto les rodea. Imaginen qué tal se verán en el espejo, cómo será la casa en la que vivan, qué nuevos artilugios tecnológicos habrán inventado quienes ahora apenas balbucean. Dentro de veintiún años yo tendré cincuenta. Casi nada. Dentro de veintiún años, Mr. Adelson, el multimillonario de los casinos, el malabarista de las leyes antitabaco, tendrá cien. Eso es una proyección muy optimista, a pesar de los avances científicos en el campo de la medicina. Incluso mi proyección es algo optimista, si tenemos en cuenta los niveles crecientes de polución y enfermedades propias del Primer Mundo.
Hace unos meses, en septiembre, publiqué un artículo en el diario Información y en Novelda Digital en el que hablaba de la lucha entre Barcelona y Madrid por construir complejos de hoteles y casinos. Decía allí que Alcorcón tenía todas las papeletas de ser la elegida para albergar Eurovegas, pero era una apuesta sencilla. Era, más bien, un secreto a voces, alargado en el tiempo por quién sabe qué razones. Eurovegas estará en Alcorcón, así que enhorabuena al resto de poblaciones y mala suerte para España. No hay todavía un economista serio que diga que se puede salir de una crisis generada o agravada por el boom del ladrillo con un pelotazo urbanístico. El discurso populista y simplón del número de empleos que puede llegar a crear es, en un país con seis millones de parados, eso mismo: simplón y populista. Además, también es engañoso, porque ya nos han dicho que, como mucho, serán unos doscientos cincuenta mil puestos de trabajo a lo largo de todos esos veintiún años, hasta que Mr. Adelson, o su holograma criogenizado, inaugure Eurovegas. No llega a doce mil nuevos empleos por año. Enhorabuena. Como pobres viandantes que caen en la trampa del trilero, ayudados por un cómplice afortunado y disfrazado de pobre viandante, hemos caído en la fullería. El trilero ha movido los cubiletes, el cómplice nos ha dicho que generará empleo y nosotros hemos levantado sin pensárnoslo dos veces. No obstante, la pelotita, igual que una pompa de jabón, se ha esfumado. Y, lo peor, es que durante el proceso ni siquiera nos han explicado quién pagará todo este monumento al juego. Porque Eurovegas pondrá el 35 % de los 17.000 millones de euros del presupuesto. El resto, la inmensa mayoría del capital, ¿adivinan quién va a asumirla? Lo han acertado. Doble enhorabuena. Será el coste por ser agraciados con la lluvia de empleo y los miles de visitantes que se prevén, o se sueñan, que vengan dentro de dos décadas.
Dentro de veintiún años, cuando ese macrocomplejo quede inaugurado por completo en todas sus fases (aunque dudo mucho que eso vaya a ocurrir, sinceramente) nos habremos convertido, de facto, en un país de camareros y limpiabotas, de azafatas de baño y recepcionistas, de crupieres e ilusionistas del cubata. Un país de servicios, sin industria ni futuro, inundados por las deudas y asolados por un mar de rascacielos, sin terreno donde levantar nada más, ni zonas donde plantar un mísero olivo.
Entonces, dentro de veintiún años, si todavía queda educación, infancia y libros, tal vez alguien pueda recordarnos aquella conocida fábula de Félix María de Samaniego: «A un panal de rica miel, / dos mil moscas acudieron, / que por golosas murieron, / presas de patas en él». La moraleja de esa fábula, y parece muy apropiada cuando vemos a cientos de personas con la boca abierta por la promesa de un empleo, donde sea y como sea, aun a costa de hipotecar un país entero (¡su propio país!) a otra burbuja inmobiliaria, esta aderezada con casinos y hoteles; la moraleja decía: «Así, si bien se examina, / los humanos corazones / perecen en las prisiones / del vicio que los domina». En aquel artículo mío de septiembre exponía que no necesitábamos un Eurovegas para labrarnos un futuro. Hoy estoy más convencido. Volveremos a cometer los mismos errores. Como hámsteres girando en la ruedecita, enjaulados e incansables, pensando que todo eso nos llevará a algún sitio, volveremos a caer en los mismos errores. Ahora ha sido Europa la que nos ha sacado del atolladero, rescatándonos. Sin embargo, dentro de veintiún años, ¿tendremos una Europa a la que acudir?
![]() |
Así lucirá Eurovegas-Alcorcón en un futuro |
Hace unos meses, en septiembre, publiqué un artículo en el diario Información y en Novelda Digital en el que hablaba de la lucha entre Barcelona y Madrid por construir complejos de hoteles y casinos. Decía allí que Alcorcón tenía todas las papeletas de ser la elegida para albergar Eurovegas, pero era una apuesta sencilla. Era, más bien, un secreto a voces, alargado en el tiempo por quién sabe qué razones. Eurovegas estará en Alcorcón, así que enhorabuena al resto de poblaciones y mala suerte para España. No hay todavía un economista serio que diga que se puede salir de una crisis generada o agravada por el boom del ladrillo con un pelotazo urbanístico. El discurso populista y simplón del número de empleos que puede llegar a crear es, en un país con seis millones de parados, eso mismo: simplón y populista. Además, también es engañoso, porque ya nos han dicho que, como mucho, serán unos doscientos cincuenta mil puestos de trabajo a lo largo de todos esos veintiún años, hasta que Mr. Adelson, o su holograma criogenizado, inaugure Eurovegas. No llega a doce mil nuevos empleos por año. Enhorabuena. Como pobres viandantes que caen en la trampa del trilero, ayudados por un cómplice afortunado y disfrazado de pobre viandante, hemos caído en la fullería. El trilero ha movido los cubiletes, el cómplice nos ha dicho que generará empleo y nosotros hemos levantado sin pensárnoslo dos veces. No obstante, la pelotita, igual que una pompa de jabón, se ha esfumado. Y, lo peor, es que durante el proceso ni siquiera nos han explicado quién pagará todo este monumento al juego. Porque Eurovegas pondrá el 35 % de los 17.000 millones de euros del presupuesto. El resto, la inmensa mayoría del capital, ¿adivinan quién va a asumirla? Lo han acertado. Doble enhorabuena. Será el coste por ser agraciados con la lluvia de empleo y los miles de visitantes que se prevén, o se sueñan, que vengan dentro de dos décadas.
Dentro de veintiún años, cuando ese macrocomplejo quede inaugurado por completo en todas sus fases (aunque dudo mucho que eso vaya a ocurrir, sinceramente) nos habremos convertido, de facto, en un país de camareros y limpiabotas, de azafatas de baño y recepcionistas, de crupieres e ilusionistas del cubata. Un país de servicios, sin industria ni futuro, inundados por las deudas y asolados por un mar de rascacielos, sin terreno donde levantar nada más, ni zonas donde plantar un mísero olivo.
Entonces, dentro de veintiún años, si todavía queda educación, infancia y libros, tal vez alguien pueda recordarnos aquella conocida fábula de Félix María de Samaniego: «A un panal de rica miel, / dos mil moscas acudieron, / que por golosas murieron, / presas de patas en él». La moraleja de esa fábula, y parece muy apropiada cuando vemos a cientos de personas con la boca abierta por la promesa de un empleo, donde sea y como sea, aun a costa de hipotecar un país entero (¡su propio país!) a otra burbuja inmobiliaria, esta aderezada con casinos y hoteles; la moraleja decía: «Así, si bien se examina, / los humanos corazones / perecen en las prisiones / del vicio que los domina». En aquel artículo mío de septiembre exponía que no necesitábamos un Eurovegas para labrarnos un futuro. Hoy estoy más convencido. Volveremos a cometer los mismos errores. Como hámsteres girando en la ruedecita, enjaulados e incansables, pensando que todo eso nos llevará a algún sitio, volveremos a caer en los mismos errores. Ahora ha sido Europa la que nos ha sacado del atolladero, rescatándonos. Sin embargo, dentro de veintiún años, ¿tendremos una Europa a la que acudir?
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