martes, 19 de agosto de 2014

La mirada del perro


Lo que viene a continuación son las primeras páginas de mi novela La mirada del perro, que autopubliqué en Amazon y Smashwords. La tenéis a un precio muy bajo, tan solo 0,99 $ (al cambio, unos 89 céntimos de euro).

En La mirada del perro el protagonista quiere dejar de fumar, sobre todo cuando su mujer, el día antes de morir, expresa ese deseo. A partir de entonces, el narrador lucha contra su adicción, pero es en vano. Hasta que después de venderlo todo y salir huyendo, después incluso de perder toda la esperanza, topa en mitad de la carretera con Marcelo Cuesta, un muchacho que ha basado toda su vida en aprovecharse de los demás. Estamos ante un thriller vertiginoso, una road-novel en la que se dan cita la música de Joaquín Sabina, la poesía de Karmelo Iribarren y el póquer. Una novela en la que nadie ni nada es lo que parece.




Lo primero que debes aprender es a mantenerte calmado durante toda la partida. Me explico: si tienes un póquer de cincos y haces el mínimo gesto de que lo tienes, estás perdido.
¿Queda claro?
Bien. Dicho esto, empecemos.


Cuando conocí a Marcelo Cuesta hacía tiempo que lo había perdido todo. Lo poco que quedaba de mi familia terminaba de esparcirse por el mundo como cenizas al viento, casi en el mismo instante en el que yo metía el frasco con las cenizas de mi mujer en la guantera del coche. Más tarde intentaría suicidarme en ese mismo coche, un Citroën AX verde oliva del noventa y cuatro, aunque eso vendrá algo después.
Por ahora, en este punto de la historia, yo tengo cuarenta y dos años y acabo de salir de la tienda de una de las tantas gasolineras BP de nuestras carreteras. Son exactamente las cuatro de la mañana y veintitrés minutos de un miércoles 17 de septiembre. El año no importa. Sobre el asiento del acompañante hay una pila de libros de autoayuda para dejar de fumar. Libros sin autor y de editorial desconocida, con las tapas azules y rosas y títulos tan variados como Dejar de fumar en 30 días, Deje de fumar por el método budista o Técnicas ludópatas para dejar de fumar (este último consistente en gastar el dinero para tabaco en máquinas tragaperras). En el radiocasete del coche suena una de esas cintas de gasolinera a 5,95 con éxitos de Joaquín Sabina de su primera etapa. Hace un par de horas partí en dos una cinta de autoayuda para dejar de fumar.
Hola, fumador. Soy el Dr. Sánchez Martínez.
Y a ti te da exactamente igual, porque no sabes quién es y tú quieres que el tipo que te ayude a dejar el tabaco sea Julio Iglesias o Maradona.
Voy a ayudarte a que no fumes nunca más en la vida. Durante los siguientes cincuenta minutos no fumes. Si lo consigues, jamás volverás a fumar.
Todas esas cintas son parecidas, copias de otras cintas que a su vez son copias de otras. La cadena es eterna, ya saben. En esa, con un fondo realmente paranoico de música ambiental, el tal Dr. Sánchez Martínez iba exponiendo uno tras otro los motivos para no fumar. Cada diez motivos más o menos me fumaba un cigarrillo, tirando el humo hacia el techo del coche. Caladas eternas, disfrutando del paisaje a 65 kilómetros por hora, con los demás coches haciéndome señales con las luces o tocando el claxon.
¿Han escuchado alguna vez eso de que fumar irrita? Quien fume sabe que no es cierto. Con el pitillo agotándole segundos a mi vida soy el tío más tranquilo del planeta. A pesar de lo que he hecho.


Pero ya llegaremos a eso.
Vuelvo al principio. Al principio de todo. Al día de mi cuarenta cumpleaños: un sábado de resaca en el que mi mujer dejaba una nota sobre la almohada y luego salía de casa mientras yo continuaba durmiendo. Lo que mi mujer escribió en la nota no tiene importancia ahora. Creo que era «Enseguida vuelvo, cariño» o «Feliz cumpleaños» o algo por el estilo. Incluso puede ser que no fuera una nota en sí, sino uno de esos tarjetones descomunales que se adquieren en las papelerías. Eso ya no tiene importancia alguna.
Seguramente habrán oído historias de maridos abandonados cuyas esposas les dejaron notas y ellos las guardan en la cartera, arrugadas y amarillas, junto a un billete que les recuerda a Ella y dos entradas en blanco en las que ya ni siquiera puede leerse la última película que fueron a ver juntos.
Yo no les aburriré con ese tipo de cosas.
Sin embargo, tampoco vayan a pensar que mi mujer me había abandonado. No vayan a pensar que éramos el típico matrimonio malavenido que dormía en pareja únicamente por problemas de espacio libre en el piso de 90 m2 que llevaban compartiendo media vida; no vayan a pensar que hablábamos intercambiando monosílabos y nos centrábamos la mayor parte del día en joderle el día al otro.
No.
De ser así, dudo mucho que Blanca me hubiera soportado durante tanto tiempo. Dieciséis años casados son muchos días de mirarse a la cara minuto a minuto. Ella no me abandonó. Mi mujer, simplemente, bajó a la calle para comprarme una tarta o un maletín nuevo o lo que fuera y se murió.
Muchas amigas suyas me dijeron que debería tratar de olvidar ese día de mi cumpleaños. Es algo mucho más fácil de decir que de hacer, por supuesto, pero apuntaré únicamente que estuve despierto en la cama durante más de cuatro horas. Mirando al techo. Luego vino lo que ustedes pueden imaginarse. Hospitales. Ambulancias. Enfermeros dando el pésame. Médicos dando el pésame. Funerarias. Lágrimas y abrazos. Se lo imaginan perfectamente, así que me centraré en la noche anterior, en la fiesta que hubo en mi casa.
Blanca y yo llevábamos preparándola una semana y media, lo que quiere decir que Blanca llevaba preparándolo todo una semana y media. A mí solo me quedaban un par de amigos que ese día no podían asistir y mi único hermano estaba muy lejos y demasiado ocupado como para venir a emborracharse a la otra punta del país. Por lo tanto, las amigas de Blanca y sus maridos eran los únicos invitados a una fiesta de cumpleaños, la de mis cuarenta, donde yo intuía que se iba a hablar más de por qué no teníamos todavía hijos o de por qué la pared del dormitorio ya no era verde pastel, en lugar de hablar de la tan comentada crisis de los cuarenta —y que luego no es para tanto— o del también recurrente tema de cuándo demonios iba a comprarme un coche nuevo.
El caso es que ahí me encontraba yo, en mi propia casa, en mi propia fiesta de cumpleaños, en el centro de la mesa, pero ajeno a todo, olvidado, como un pequeño planeta sin atmósfera ni recuerdo que soporta estoicamente el ir y venir de satélites y polvo espacial porque la carambola del azar ha decidido situarlo en ese punto del universo. Después de todo, ¿quién era yo? El marido de Blanca, ¿verdad? Para todas, de Blanca, mi amiga. Para algunos, el capullo que la pescó primero y le hizo casarse con la amiga fea del grupo.
Ellas se conocían desde pequeñas, de la escuela, de esos juegos infantiles de combas y pollitos ingleses a las cinco de la tarde, de suspirar por el mismo niño —el más malo y más rebelde del colegio de curas— en la invulnerable soledad de sus habitaciones cerradas, durante esos años tan inocentes y pasados en los que para darle un beso a algún chico era necesario ser escogida por la ventura azarosa de una botella de vidrio (o por la también azarosa ruleta de una genética sin demasiado acné). Se conocían de esos años de ir semana tras semana con el mismo uniforme de jersey azul marino y falda gris que, si se te manchaba de tomate el lunes, ibas con esa mancha hasta el viernes.
Por el contrario, nosotros, los cinco tipos que engullían en silencio mis galletitas saladas y mis canapés de queso fresco con kiwi y yo, únicamente nos conocíamos de las fiestas de cumpleaños de ellas, de alguna cena de Nochevieja en tediosos hoteles del centro o de excursiones en las que incluso sus hijos me preguntaban: «¿Por qué no tienes hijos?».
Sí. Ahí estábamos nosotros, los seis maridos de las seis amigas de la infancia, fingiendo un algo que no estaba muy claro, asintiendo a las gilipolleces de las esposas ajenas con una mueca mezcla de complacencia y de horror. Con la capacidad y la confianza que nos daba el haberlo hecho durante todas las reuniones anteriores.
Sin el más remoto atisbo de culpa o arrepentimiento.
De ese modo, como comprenderán, antes de que pudiera darme cuenta llevaba varias copas de vino, otros tantos platos de almendras y aceitunas y un par —aunque quizá fueran más— de whiskies on the rocks.
Como es de suponer, a la hora de los regalos yo ya estaba tan ausente que ni siquiera los recuerdo. Tampoco importa mucho. Aunque sea tu cumpleaños, si la pareja que tiene que regalarte cualquier cosa no te conoce porque solo se conocen tu mujer y su amiga, si por otra parte el otro marido no ha hecho más que decir en una semana: «Qué le vamos a comprar a ese si no lo conocemos de nada»; si pasa todo eso, lo más seguro es que aunque sea tu cumpleaños y estés muy ilusionado por sumarle días a tu vida, aunque se celebre con alegría la fecha en la que tú viniste al mundo…, aunque pase todo eso, lo más seguro es que acabes recibiendo algo para tu mujer.
Lo cierto es que no me acuerdo de ningún regalo (¿fundas para el sofá?, ¿una batidora de ultimísima generación?, ¿una máscara africana?): tengo un vacío mental de buena parte de esa noche. Con el reloj del salón justo enfrente, vi pasar de las once a la una en unos segundos y luego pestañeé y ya eran las dos de la madrugada. Lo único que recuerdo de esa noche, y es lo que de verdad les importa ahora mismo a ustedes, es a mi mujer alzando una copa de cava mientras decía con voz clara y firme:
—Brindo para que en este año de tu cuarenta cumpleaños tengas la fuerza suficiente para dejar de fumar.


El mínimo guiño o gesto o mueca hacia otro jugador durante la partida provocaría que los demás jugadores se levantaran de la mesa a pegarte una paliza.
En el mejor de los casos, simplemente podría provocar tu expulsión de la partida.
La sutileza es fundamental.
Es otra de las cosas que te enseñan al principio: por supuesto que en el póquer hay guiños, gestos y muecas.
Pero hay que saber hacerlos.


Cuando conocí a Marcelo Cuesta habían pasado algunos meses desde que lo vendí todo y, enfundado en mi AX, me largué a conocer mundo por la autovía dirección a ninguna parte.

domingo, 6 de abril de 2014

Aunque nos vendan la moto

Después de leer los ácidos comentarios que algunos dirigían hacia la nueva apariencia de Facebook, por fin la vi. Hace unos días. Hasta ahora tenía que asistir a la contemplación airada de esos vilipendios, como un torero cobarde tras la barrera de sus miedos, quizá porque también hacía tiempo que no me metía en la versión de escritorio de la conocida red social (últimamente uno gasta el móvil para todo, incluso para llamar). De la primera impresión, poco pude sonsacar. Y novedades las justas, a pesar de los ríos de tinta que ha provocado. Ahora luce más bien como un periódico, a tres columnas, y parece que la letra y el previsionado de imágenes es más grande. Cosa que es de agradecer, sobre todo para los que, como yo, vamos sumando años, perdiendo vista y pintando canas.

En el centro de eso que llaman timeline de Facebook, en un hueco más estrecho que el que había antes, uno puede colgar sus fotos de comida, sus amaneceres primaverales, sus comentarios de películas o de partidos de fútbol o compartir las últimas noticias o un vídeo de (su) interés. También puede seguir colgando imágenes chulas con frases motivadoras de Paulo Coelho o Deepak Chopra.

Esa es nuestra casa, a la vista de la casa de todos, cual patio de vecinos, como aquellas puertas sin cerradura de la infancia de nuestros padres, donde todo se sabía, se veía o se imaginaba, donde tan solo las vergüenzas quedaban para debajo de la mesa camilla. Y ahora ya ni eso, porque con la llegada de las redes sociales (¿hace cuánto, seis o siete años?) parece que hayamos perdido el derecho a la intimidad. Pero, ojo, que hemos sido nosotros mismos los que nos hemos despojado de ese honor. Es más, con esa dicotomía propia de la generación Z (herederos de mi generación Y, hijos de la generación X que llegó después del baby boom), los adolescentes de hoy son reacios a transmitir sus sentimientos o pensamientos a cualquiera que tenga cinco años más (ya no digamos quince), aunque luego descargan sus pasiones, sus dudas, sus anhelos, sus temores en las redes sociales. Y, así, Twitter se llena de minidosis de nostalgia concentrada o rabia contenida y ocultada tras un avatar anónimo; Instagram de imágenes cuadriculadas de espacios hogareños y fragmentos de libros; YouTube de horas y horas de guitarras soñolientas y voces juveniles que cantan en inglés un dolor que piensan en español pero que es universal; y, en todas partes, aunque en un principio en auge y ahora presumiblemente menos, líneas de texto en formato blog donde muchachos y muchachas narran los capítulos de un amor de verano o una historia que no se atreven a contar, salvo, por supuesto, con la excepción de a todo el mundo.

Desde luego, los profesores de Lengua no podemos quejarnos: los adolescentes leen muchísimo, puede que más de lo que nosotros leíamos a su edad. Y escriben. Es posible que no nos guste ni lo que leen ni sobre lo que escriben, pero ese es otro tema y, desde luego, no les incumbe a ellos sino a los que mandamos los libros de lectura o a quienes hacen los libros de texto. Y, claro, tampoco es el tema de este artículo.

Porque este artículo va sobre redes sociales que se adaptan a los nuevos tiempos. En la columna de la derecha de Facebook van los anuncios. Ahora ese espacio es mucho mayor. Durante semanas he tenido que leer las quejas sobre eso. Pero, bueno, es que Facebook se mantiene gracias a las empresas y particulares que pagan por anunciarse. Lo demás es gratis. Gratis, ¿saben? Para siempre. Sí, a pesar de aquel SMS que les mandaron y que rebotaron a todos sus contactos. También hay tuits promocionales en Twitter y la gente les contesta, gritándoles que es spam, que los van a bloquear (ya saben, ese tipo de quejas que raya el ridículo y resbala a los que llevan esas cuentas). Y he visto gente criticar que, durante un vídeo de YouTube, te cuelen un anuncio de seis segundos. Es publicidad. No me preocupa demasiado: esos que se quejan son los mismos que se tragan diez minutos de anuncios cada cuarenta minutos de película o programa en televisión para saber si la mujer conseguirá finalmente encontrar a la hija que secuestró el hermano malvado de su exmarido fallecido o para ver el veredicto del jurado del concurso de cocina, baile o canciones de turno. Y, claro, durante la publicidad, toca tuitear críticas sobre esa misma publicidad.

Y es que no todo puede ser gratis. Que estemos pagando una conexión a Internet (aunque sea la segunda más cara de Europa) no nos da derecho al gratis total que promulgan algunos a los cuatro vientos siempre y cuando en ese «gratis» entre solo el trabajo de los demás y no el propio. Hay que pagar por la creación ajena. Ttal vez, como dice Amanda Palmer en una conferencia TED que pueden encontrar fácilmente en la red, no obligando a pagar, sino permitiendo que se pague. Y asumir estoicamente que esos anuncios que nos tragamos, aunque la mayoría nos quiera vender la moto, posibilitan los medios para que nosotros podamos seguir colgando fotos de almuerzos, canciones que nos levantan el ánimo y microcuentos en 140 caracteres.

martes, 27 de agosto de 2013

Un niño en la calle

Canta Mercedes Sosa: «A esta hora, exactamente, hay un niño en la calle». La letra procede de un poema de Armando Tejada Gómez escrito a finales de los años 50 del pasado siglo XX. Si lo leemos entero parece que haya sido escrito ayer. Si escuchamos la música parece que suene siempre.

También hoy, mientras aquí y allá pasamos las hojas del diario, saltando de Rajoy a Gareth Bale, repasando con los ojos achinados por el sol qué película nos adentrará en el sueño esta noche, hay niños en la calle. Están lejos, muy lejos, sin duda. A pesar de estar al lado a veces, siguen lejos. Puede que nos los encontremos, con sus ojitos avispados, en las calles del paseo marítimo, las palmas de las manos sucias, los pies manchados, al acecho de la bolsa que dejamos descuidada, del móvil que hace guardia entre tercio y tapa, a la sombra de un chiringuito atiborrado de turistas. Puede que nos quieran vender el último CD de Melendi, la camiseta de Neymar, el taquillazo del verano aún en cines o una pulsera artesanal hecha de cuero y perlas falsas. Puede que arrastren la mala suerte de sus padres o el desgobierno de sus países de origen, y tengan que vivir a las afueras, bajo la epidermis de nuestra sociedad. Para seguir siendo invisibles.

Si alguno de esos niños de la calle estira la mano en un parque céntrico para pedir comida o dinero, de repente se nos ocurre mirar la hora en el teléfono o ver si nos ha llegado un nuevo guasap. Y, aunque nosotros ya estemos un paso más cerca del refugio de nuestros hogares, esos niños seguirán en la calle, una calle que no es la suya, en un mundo que apenas les pertenece.

La mayoría de los niños de la calle quedan lejos. Muy lejos. Al otro lado del televisor. Los más recientes, en Siria. Allí, desde que hace dos años empezara la guerra civil, un millón de niños han sido desplazados a otros países, donde quedan a merced de las mafias internacionales. Otros han sido masacrados, siguen siendo masacrados. «Es honra de los hombres proteger lo que crece, cuidar que no haya infancia dispersa por las calles», canta La Negra Sosa. La comunidad internacional observa. Al principio casi con júbilo. Esa primavera árabe era beneficiosa: por fin el pueblo árabe rebelándose contra sus dictadores. Sin embargo, viendo lo que sucede ahora en Egipto o en lo que ha devenido Siria, Europa y EE.UU. callan. A este lado del charco, lo de siempre: reuniones de tres días entre ministros de exteriores y presidentes de gobierno para decidir qué decir o qué valoración hacer cuando la situación ya está enquistada. Al otro lado, Barack Obama decidiendo si irrumpe en mitad de Siria con sus tanques y sus aviones de combate, quizá pensando cómo afectaría eso a su Nobel de la Paz o sopesando si la Historia lo compararía con su antecesor Bush Jr.

Mientras tanto, armas químicas arrasan la población siria. Si nos molestan esas imágenes siempre podremos no verlas, pero así no desaparecerán todos esos niños muertos apilados en salas llenas de polvo o con los pulmones repletos de a saber qué nuevo invento criminal. Pero, ¿qué podemos hacer nosotros? Desde aquí, desde nuestra comodidad, con nuestra crisis y nuestro caluroso verano, ¿qué podemos hacer por todos esos niños? La verdad es que poco, muy poco. Pero que nunca muera la esperanza de un mundo mejor.

Lo primero que podríamos hacer es reconocer que España ha vendido armas a Egipto por valor de cientos de miles de euros. En total, más de 120 millones en dos años. Material de defensa y armamento que va para allá y vuelve en forma de billetes contantes y sonantes. Reconocerlo y luego pararse a valorar qué prima más: ¿el negocio armamentístico o las vidas de seres humanos? Seguro que usted conoce a alguien que conoce a otro que podría preguntárselo al diputado de turno que tiene un puesto de asesor en una de esas empresas armamentísticas españolas.

Lo segundo, y antes de comenzar con la retahíla de que los pobres niños musulmanes tienen que crecer en medio de dictaduras islamistas esperando al amanecer occidental que les ilumine, tratar de responder algunas cuestiones: ¿qué tipo de educación están recibiendo esos niños en las escuelas de sus países? ¿Quién, o quiénes, y con qué fin está manipulando la enseñanza del Corán y la religión islámica que, como todas las demás religiones, se basa en el amor al prójimo y el respeto mutuo? ¿No es mucha casualidad que, acabada la Guerra Fría y la batalla contra el bloque comunista, surgiera el fundamentalismo radical como nuevo enemigo a batir?

Lo tercero: mover un dedo. No digo que haya que irse a visitar a los refugiados sirios en Irak, como Pau Gasol. Desde la web de Unicef podemos donar cualquier cantidad a esos niños sirios. Con 25 euros les podemos dar un kit de primeros auxilios. 25 euros. Seguro que nos gastamos más dinero al mes en gasolina, yendo y viniendo del colegio para recoger a nuestros hijos.

Y, por último, no olvidar. Hoy es Siria o Egipto, pero sigue siendo Haití, el cuerno de África, el Sahel, los desplazados de todas las guerras del mundo, los saharauis en los campamentos de Tindouf, el tráfico de niñas en la India… Casi siempre niños. Niños de la calle. Porque el mundo no se merece que siga siendo verdad la canción en la voz de Mercedes Sosa: «nadie protege esa vida que crece, y el amor se ha perdido como un niño en la calle».

martes, 2 de julio de 2013

El placer de los colores

De mayo a octubre (y siempre según nos trate el calentamiento global), no hay nada mejor que paliar el calor con un buen gazpacho.

Cada color importa. Cada color aporta su sabor, su textura, su aroma. Incluso el agua, obviamente esencial para el gazpacho andaluz, a pesar de que no tenga ni olor ni pigmento.

Para acompañarlo tenemos la paleta de colores que potencia la magia del gazpacho: tomate, pimiento, pepino, picatostes...

Este es un placer que me encanta. Tomar gazpacho. Porque es la sinestesia perfecta: color / sabor.

Aunque repita. Y es que, bien mirado, a mí siempre me gusta repetir gazpacho.

lunes, 1 de julio de 2013

El placer son dos bocados

O a lo sumo tres. Es el tiempo que tardas en comer una tapa de solomillo con foie y cacahuetes.

Estamos en el restaurante Sucre, en Petrer, sentados en una mesa de la terraza, disfrutando de una buena noche y una buena conversación  al igual que los insectos disfrutan posándose en la ropa, en la cara o en el brazo. Alguno quiere probar a mojarse de cerveza, a ver qué se siente (quizá ha oído las historias milenarias de otros de su especie que regresaron de un baño sanos y salvos), pero no pasa de ahí.

Atraídos por la luz blanca de la bombilla que ilumina la mesa, una nube de insectos diminutos (por fortuna no son mosquitos) mira hacia abajo. Me los imagino echando a suertes quién será el valiente que efectuará el siguiente descenso en picado. Alguno, seguro, porque la vida a esas escalas es efímera a nuestros ojos, se hará el remolón. Pero no dejan de acercarse.

Para ellos, si pudieran, esta tapa les duraría varias vidas. Qué afortunados son. A mí solo me bastan dos bocados.