Hace un par de semanas, yendo a tomar café a mi sitio de costumbre, me crucé con un
par de argelinos hablando en castellano. Fumaban y hablaban distendidamente. Apoyados en la
pared de una casa, en la única sombra libre de la plaza. Me saludaron, les saludé (Novelda es una ciudad
pequeña y las caras se vuelven reconocibles al segundo vistazo) y seguí mi camino. Solo
después pensé en el hecho de que estaban hablando en castellano. Podrían haberlo hecho en
árabe, en francés o en bereber, pero eligieron la lengua del país que les acoge. Quizá para
practicar, quién sabe. Lo más seguro es que si voy a Londres y me encuentro con un español,
le hable en español.
El episodio de los argelinos es una excepción, por supuesto. Cuando conversamos, lo
más usual es emplear la lengua más próxima, aquella que nos hace sentirnos más cómodos. Si
esos argelinos hubieran estado charlando en francés, en bereber o en árabe, ¿pensaríamos que
lo hacen para fastidiarnos? ¿Hubiéramos sospechado que traman algo, que rechazan el país, la
cultura y las tradiciones donde se encuentran? ¿Que no se están integrando? Difícilmente. Lo
mismo ocurre con los catalanes. Dos catalanes hablando en catalán en pleno centro de Madrid,
¿están haciendo un alegato independentista o únicamente repasan su amistad? He estado
muchas veces en Cataluña. Nadie te obliga a hablar catalán en las tiendas. En serio. Y he
estado una sola vez en el País Vasco, y nadie me obligó a hablar en euskera. Es más, ojalá
pudiera defenderme igual de bien en euskera que en catalán o valenciano lo mismo que quiero
creer que chapurreo el gallego.
Es más, ojalá pudiéramos entendernos todos, todos los ciudadanos del mundo.
Dominar o al menos conocer cualquier lengua que se habla en el estado español debería ser
obligatorio (u optativo, si en la región no se habla esa lengua). Conocer una lengua nos prepara
a abrirnos al mundo y no hace falta mencionar que vivimos en un mundo globalizado y sin
fronteras. Si hace tiempo dejamos caer las barreras geográficas de esta Europa que nos
vertebra, ¿por qué no acabamos con la barrera psicológica de las fronteras lingüísticas? Tenga
más o menos hablantes, una lengua conlleva una riqueza cultural, literaria, artística que es
imborrable y que todos deberíamos cuidar como patrimonio de nuestra Historia.
Las lenguas que se hablan en España (que no lenguas españolas, ni dialectos del
castellano ni nada que se le parezca) conforman nuestra riqueza, nuestra diversidad. El que
aprendamos a convivir con los hablantes de esas otras lenguas (vengan de Pontevedra,
Salamanca, Alicante, Cerdanyola del Vallès, Málaga, Genil, Mallorca o Durango) sería la mejor
tarjeta de visita para pasearnos por Europa y el resto del mundo. Aprender a respetar la lengua
del vecino es dar el primer paso para el entendimiento mutuo. Y esa es la base para echar abajo
el miedo al Otro.
Los dos argelinos que les refería al inicio lo tenían claro al hablar en castellano.
Nosotros, el próximo martes, al cantar eso de «tots a una veu, germans vingau» durante la Diada de la
Comunitat Valenciana, quizá podríamos sembrar la semilla para empezar a disfrutar del
conocimiento de una lengua, a pesar de que no sea la nuestra; es más, por el simple hecho de
que no sea la nuestra. Porque todos los idiomas, incluso el hobyot que hablan menos de cien
personas entre Omán y Yemen, merecen el respeto que sus hablantes (personas como usted y
como yo a fin de cuentas) también merecen.
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