Se acaba el año. Por estas fechas siempre acostumbro (acostumbramos, creo yo) a hacer balance del año que se nos marcha de los dedos. El año pasado incluí en ese resumen un vídeo con cincuenta fotografías del amanecer desde mi ventana, despuntando el alba detrás de la iglesia parroquial de San Pedro, en Novelda.
Este año no he podido hacer tantas fotografías como para elegir cincuenta. (¿Intuía con ello la importancia que iba a tener ese número para los amantes de la literatura...?) De hecho, no creo ni que llegue a una decena de instantáneas. El motivo es que entro a trabajar una hora antes y tengo que levantarme, por lo tanto, una hora antes. Me amanece en la autovía o, a veces, cuando ya estoy en el colegio. Y como casi siempre me olvido de levantar las persianas de la clase, cuando termino las dos horas de Bachillerato y subo para continuar con los muchachos de la ESO ya hace tiempo que el sol está arriba. Ya no puedo compartir en Twitter y Facebook esas hermosas fotografías (algunas personas, incluso, me lo recriminan por la calle), pero el amanecer sigue ahí y cualquiera de ustedes puede disfrutarlo. Los mayas no acertaron con su predicción, así que ahora, creo que más que nunca, tenemos que hacer nuestra la vieja y conocida máxima del carpe diem. Porque el mundo no se habrá acabado, pero hay algunos que están empeñados en acabar con nosotros.
Para mí, la imagen de este 2012 que termina es la del austriaco Felix Baumgartner saltando desde la estratosfera el pasado 14 de octubre.
Es la imagen, el hecho histórico y el logro personal que borra todo lo demás: las matanzas en Siria, los desahucios y los suicidios, el hambre en el Sahel, las estafas con las participaciones preferentes, los directivos bancarios yéndose de rositas (una vez más), la brutalidad policial, el paro, la corrupción política, la corrupción como estructura integrada en y asumida por el Estado, etc.
La hazaña de este austriaco de cuarenta y tres años, que yo seguí emocionado y expectante en casa de mi novia, me pareció, y todavía me sigue pareciendo a pesar de que su nombre no se haya incluido en la mayoría de listas de los personajes del año, una auténtica llamada de atención a toda la humanidad. Más que un salto, más que las ganas de batir varios récords mundiales y escribir con mayúsculas un capítulo en el libro del deporte de riesgo, la caída de Baumgartner es un mensaje lanzado al mundo: cualquier meta que nos pongamos es posible.
Y en estas fechas de propósitos personales es bueno recordar eso mismo: que, aunque todo se vea muy negro, a pesar de que dicen que el próximo 2013 será peor todavía, siempre queda un instante para la esperanza. No lo perdamos.
2013 está a la vuelta de la esquina. Queda menos de una semana.
Durante este año he publicado dos novelas (una en formato electrónico, La mirada del perro, y otra en papel, El asesino del pentagrama). El hecho de que lleve algún tiempo sin actualizar este blog es por ello: he estado algo liado con la corrección final de la novela, y ahora toca la promoción. Pueden seguir la evolución de esa última novela policíaca en un blog que creé sobre ella.
Este año también se ha publicado el espectacular libro de empresa de Carmencita, libro en el que he tenido el placer y el honor de participar. Ver mi nombre escrito junto al de Juan Cruz, María Dueñas, Ferran Adrià, Manolo Blahnik, Vicente del Bosque o Quique Dacosta es más que un lujo. La parte en la que participé era la dedicada a los protagonistas de la empresa, los trabajadores, retratados magistralmente por el fotógrafo Vicente Albero, en cuya página web se puede ver el trabajo.
Un año también que ha servido para ver cómo el cortometraje del amigo Emilio Vicedo obtenía el Primer Premio en el Festival Internacional Cinemobile de Sevilla y era seleccionado para el Certamen Cortos de Aquí de Elda. La música que compuse e interpreté para Sed de aire se puede escuchar en mi página web personal; el cortometraje se puede ver en mi página Facebook. Os lo recomiendo.
Son varios los proyectos que tengo para el próximo 2013, así que, si tuviera que hacer algún propósito, cosa que no suelo hacer, sería ese: tener la constancia para llevarlos a cabo.
Muchos de ellos están finalizados y verán la luz en futuros meses; otros aguardan en mi cabeza el tiempo y el momento de ponerlos en práctica.
Y si tuviera que pedir un deseo para este 2013 que está a punto de empezar sería algo parecido: que ustedes, que tú, que ahora has tenido la voluntad de seguirme hasta aquí, tengas la constancia y la fuerza de poner en práctica y ver cumplido todo aquello que te propongas. Suerte con todo. Y ya sabes, siempre que pueda ayudar, aquí me tienes.
miércoles, 26 de diciembre de 2012
domingo, 18 de noviembre de 2012
De chiripa, la serendipia
Apareció en prensa hace unas semanas: a principio de mes, la RAE celebró en Cádiz un pleno extraordinario, al cierre del cual se sucedieron las habituales discusiones acerca de palabras que debieran o no figurar dentro del diccionario.
Incluso, los de mi generación podemos decir con sentido del humor que 'tenemos Homer Simpson', recordando ese capítulo en el que Homer encuentra por pura chiripa el botón que detiene la fusión del núcleo, algo que (enorme responsabilidad de las exigencias del guión) solo puede hacer él desde su habitáculo del sector 7-G.
La repercusión en la serie de dibujos animados de esa casualidad, y gracias al empleo generalizado (hasta Magic Johnson la usaba, si lo recuerdan), hizo que Homer Simpson entrara en el diccionario. Pero me da a mí que la serendipia no aparecerá en el DRAE.
Una de esas discusiones giró en torno a la palabra serendipia, que nosotros tomamos del inglés serendipity, neologismo acuñado por el escritor británico Howard Walpole en 1754 para referirse a un 'hallazgo casual' y que, al parecer, él tomó de un cuento persa titulado Los tres príncipes de Serendip (nombre árabe de la isla de Ceilán, actual Sri Lanka) en el que los protagonistas solucionan sus problemas mediante sorprendentes casualidades.
El término serendipity se relacionó en un primer momento con los descubrimientos científicos, pero fue cayendo en desuso hasta 2001, cuando el éxito de la película Serendipity, protagonizada por John Cusack y Kate Beckinsale (actriz, por cierto, que hizo el papel principal en esa pésima adaptación de la genial novela La tabla de Flandes, escrita por el académico Pérez-Reverte). Aquí les dejo el tráiler de la película.
El guión de Serendipity corrió a cargo de Mark Klein, del que poco o nada se sabe en Hollywood desde hace tiempo, y la película fue dirigida por Peter Chelsom, cuyo último trabajo fue, en 2009, Hannah Montana: la película (en 2004 dirigió ¿Bailamos?, con Jennifer López y Richard Gere).
El guión de Serendipity corrió a cargo de Mark Klein, del que poco o nada se sabe en Hollywood desde hace tiempo, y la película fue dirigida por Peter Chelsom, cuyo último trabajo fue, en 2009, Hannah Montana: la película (en 2004 dirigió ¿Bailamos?, con Jennifer López y Richard Gere).
Viendo el nivel, no parece desafortunado decir que la película Serendipity tuvo un éxito provocado por la propia serendipia a la que aludían (al final, una suerte de destino, para el que crea en él).
Pero, ¿realmente decimos serendipia en español? Venga, levanten la mano, sin miedo... Veo pocos.
Pero, ¿realmente decimos serendipia en español? Venga, levanten la mano, sin miedo... Veo pocos.
Hace unos años, posiblemente tantos como hace que se estrenó esa película, una conocida me habló de la susodicha palabra, que ella había conocido (dicho sea de paso) gracias a esa película romántica que, como todas las películas románticas, tuvo una vida efímera en el recuerdo de los espectadores. Todo un éxito en taquilla, desde luego. Así que todo el mundo empezaba a hablar de repente de serendipia; no obstante, cuando se difuminó pasados unos meses, un año a lo sumo, la película y la palabra cayeron en el olvido.
Por eso resulta curioso que la RAE se plantee su inclusión en el diccionario precisamente ahora. Dicen que tiene 'uso científico'. Echando un vistazo por Internet, se puede comprobar que ese supuesto uso científico se reduce a comentarios en blogs acerca de la supuesta serendipia en algunos descubrimientos (científicos o no); por ejemplo, el del post-it, el de la Ley de la Gravedad o el de la penicilina. Y en todas esas páginas se nombra la película.
Por eso resulta curioso que la RAE se plantee su inclusión en el diccionario precisamente ahora. Dicen que tiene 'uso científico'. Echando un vistazo por Internet, se puede comprobar que ese supuesto uso científico se reduce a comentarios en blogs acerca de la supuesta serendipia en algunos descubrimientos (científicos o no); por ejemplo, el del post-it, el de la Ley de la Gravedad o el de la penicilina. Y en todas esas páginas se nombra la película.
Sin embargo, buceando más por Internet, he llegado a una web en la que aparece una definición de serendipia:
1: Descubrimiento o hallazgo por accidente e intuición, de cosas por las que uno no se preguntaba.
*Sinónimos: serendipidad, chiripa, suerte.
*Hiperónimos: hallazgo, descubrimiento, encuentro, invención.
2: Descubrimiento o hallazgo por accidente mientras se investiga algo diferente.Con total seguridad, todos preferimos referirnos a esta clase de hallazgos como suerte, chiripa, carambola (estas dos últimas palabras comparten la etimología en el juego del billar), potra, chorra..., todos ellos vocablos aceptados por la RAE y ampliamente utilizados en todas las zonas del español, si bien con distintos usos (los he escrito de menos a más coloquial).
Incluso, los de mi generación podemos decir con sentido del humor que 'tenemos Homer Simpson', recordando ese capítulo en el que Homer encuentra por pura chiripa el botón que detiene la fusión del núcleo, algo que (enorme responsabilidad de las exigencias del guión) solo puede hacer él desde su habitáculo del sector 7-G.
La repercusión en la serie de dibujos animados de esa casualidad, y gracias al empleo generalizado (hasta Magic Johnson la usaba, si lo recuerdan), hizo que Homer Simpson entrara en el diccionario. Pero me da a mí que la serendipia no aparecerá en el DRAE.
miércoles, 17 de octubre de 2012
De cabeza con los estadounidismos
El pasado 15 de octubre nos despertábamos con una curiosa noticia que hizo saltar algunas alarmas.
Como siempre sucede cuando se trata de la lengua, todos se lanzan a opinar sin escuchar a los que realmente saben: los lingüistas, los profesores de Lengua, los filólogos.
El problema, como muchas veces he señalado en artículos o en comentarios soltados aquí o allá, es que todos somos usuarios de una lengua y, por lo tanto, nos creemos conocedores de sus entresijos por el simple hecho de que llevemos hablándola toda la vida. Otro tanto sucede con las diversas faltas de ortografía que nos rodean y con las que convivimos a diario: mayúsculas sin tildar, carteles en los que impunemente se escribe garage*... La gente lo ve y piensa que es la forma correcta. Y, claro, es muy difícil corregir un error o explicar cualquier tema lingüístico cuando la otra persona se cierra en banda y dice: «Lo he visto escrito así miles de veces, siempre lo he dicho de esa manera».
Muchas explicaciones me ha tocado dar en ese sentido en clase, muchas discusiones me he ganado con conocidos y amigos, intentando rebatir la idea de que no todo lo que se escribe (aunque sea en los medios de comunicación) está bien escrito y que, al igual que los médicos saben de medicina, los químicos de química o los biólogos de biología, los filólogos sabemos de lengua.
Por eso, más que la noticia en sí (la inclusión en el próximo diccionario impreso de la RAE, en 2014, de una decena de palabras acuñadas en Estados Unidos), lo peor ha sido el alboroto que se ha creado en torno a esa noticia.
Enlazado con mi anterior entrada en este blog, volvemos a sentir, aunque lo neguemos, miedo al otro. Y eso a pesar de que el otro habla nuestro mismo idioma. No olvidemos, como dice la noticia, que en EE.UU. viven unos cincuenta y cinco millones de hablantes de español, más que los que vivimos en España. Aunque nuestra lengua común partiera de nuestro país, es lengua materna en muchísimos países. No son hablantes de segunda categoría. De ese modo, si una palabra surge en cualquiera de esos países, la Academia correspondiente la propone para su inclusión en el diccionario. Eso, obviamente, no nos afecta a los que vivimos en España, que seguiremos hablando como hablamos y escribiendo como escribimos. ¿Qué me cambia a mí que la RAE acepte rentar con el significado de alquilar (claro calco del inglés) si yo puedo seguir diciendo alquilar? ¿Que ahora la RAE reconoce que, en ciertas zonas del español, van se refiere a una caravana? Pues estupendo. No es más que el reconocimiento de la riqueza lingüística del español. No supone un atentado histórico contra nuestras raíces. No estamos borrando las huellas de la lengua de Cervantes.
Las lenguas son entes vivos que evolucionan, que entran en contacto con otras lenguas, enriqueciendo el vocabulario. Eso siempre ha sido así. Al igual que sucedió con la palabra matrimonio (de lo cual ya hablé en una entrada publicada en junio de este año), donde la RAE aportó un nuevo significado, aquí sucede lo mismo, pero con la diferencia de que los nuevos significados o los nuevos vocablos proceden de otro país. ¿Entendemos que, aunque la lengua se llame español, se habla en otros países? Esos países pueden hacer propuestas. De hecho, en el DRAE que se puede consultar por Internet o en las ediciones impresas, ya aparecen numerosas palabras con significados referidos a ciertos lugares: en cursiva aparece el país y, después, el significado que allí tieneí. Es válido decirlo, pero nosotros, en el español peninsular, nunca lo diremos. Lo mismo sucede con la decena de palabras que aparecerán en la vigésimo tercera edición del DRAE.
Algunas nos resultarán más raras que otras (por ejemplo, pienso que email ya está plenamente extendido como sinónimo de correo electrónico), pero supongo que las palabras que más han levantado espinas han sido billón y trillón.
Como saben los que se dedican a la traducción español-inglés o viceversa, nuestro billón es diferente al bilion inglés. Si nosotros lo usamos con el sentido de 'millón de millones, una unidad seguida de doce ceros', tomado del francés, para el mundo anglosajón significa 'mil millones'. ¿Qué pasará ahora? Muy sencillo: la RAE pondrá el significado primitivo como primera acepción y añadirá una segunda acepción indicando, en cursiva, que esa palabra se emplea con ese otro significado en EE.UU. Y nada más.
Lo mismo para trillón: si para nosotros significa 'un billón de millones, una unidad seguida de 18 ceros', ahora se añadirá una segunda acepción que contenga 'mil billones en ciertas zonas del español'.
Ellos lo han calcado del inglés americano, lo mismo que nosotros lo calcamos del francés en su día. Como he dicho antes, las lenguas son entes vivos que están en plena evolución y constante cambio. Y esos cambios son posibles, entre otros aspectos, por contacto entre lenguas vecinas.
Entonces, ¿a partir de 2014, millardo y billón son sinónimos? Solo sobre el papel, porque no olvidemos que en EE.UU. 1.000.000.000 es un billón y, para nosotros, en España, esa misma cifra es un millardo. Aunque, seamos sinceros, ¿alguien dice millardo? Esa voz, por cierto, también viene del francés.
Como siempre sucede cuando se trata de la lengua, todos se lanzan a opinar sin escuchar a los que realmente saben: los lingüistas, los profesores de Lengua, los filólogos.
El problema, como muchas veces he señalado en artículos o en comentarios soltados aquí o allá, es que todos somos usuarios de una lengua y, por lo tanto, nos creemos conocedores de sus entresijos por el simple hecho de que llevemos hablándola toda la vida. Otro tanto sucede con las diversas faltas de ortografía que nos rodean y con las que convivimos a diario: mayúsculas sin tildar, carteles en los que impunemente se escribe garage*... La gente lo ve y piensa que es la forma correcta. Y, claro, es muy difícil corregir un error o explicar cualquier tema lingüístico cuando la otra persona se cierra en banda y dice: «Lo he visto escrito así miles de veces, siempre lo he dicho de esa manera».
Muchas explicaciones me ha tocado dar en ese sentido en clase, muchas discusiones me he ganado con conocidos y amigos, intentando rebatir la idea de que no todo lo que se escribe (aunque sea en los medios de comunicación) está bien escrito y que, al igual que los médicos saben de medicina, los químicos de química o los biólogos de biología, los filólogos sabemos de lengua.
Por eso, más que la noticia en sí (la inclusión en el próximo diccionario impreso de la RAE, en 2014, de una decena de palabras acuñadas en Estados Unidos), lo peor ha sido el alboroto que se ha creado en torno a esa noticia.
Enlazado con mi anterior entrada en este blog, volvemos a sentir, aunque lo neguemos, miedo al otro. Y eso a pesar de que el otro habla nuestro mismo idioma. No olvidemos, como dice la noticia, que en EE.UU. viven unos cincuenta y cinco millones de hablantes de español, más que los que vivimos en España. Aunque nuestra lengua común partiera de nuestro país, es lengua materna en muchísimos países. No son hablantes de segunda categoría. De ese modo, si una palabra surge en cualquiera de esos países, la Academia correspondiente la propone para su inclusión en el diccionario. Eso, obviamente, no nos afecta a los que vivimos en España, que seguiremos hablando como hablamos y escribiendo como escribimos. ¿Qué me cambia a mí que la RAE acepte rentar con el significado de alquilar (claro calco del inglés) si yo puedo seguir diciendo alquilar? ¿Que ahora la RAE reconoce que, en ciertas zonas del español, van se refiere a una caravana? Pues estupendo. No es más que el reconocimiento de la riqueza lingüística del español. No supone un atentado histórico contra nuestras raíces. No estamos borrando las huellas de la lengua de Cervantes.
Las lenguas son entes vivos que evolucionan, que entran en contacto con otras lenguas, enriqueciendo el vocabulario. Eso siempre ha sido así. Al igual que sucedió con la palabra matrimonio (de lo cual ya hablé en una entrada publicada en junio de este año), donde la RAE aportó un nuevo significado, aquí sucede lo mismo, pero con la diferencia de que los nuevos significados o los nuevos vocablos proceden de otro país. ¿Entendemos que, aunque la lengua se llame español, se habla en otros países? Esos países pueden hacer propuestas. De hecho, en el DRAE que se puede consultar por Internet o en las ediciones impresas, ya aparecen numerosas palabras con significados referidos a ciertos lugares: en cursiva aparece el país y, después, el significado que allí tieneí. Es válido decirlo, pero nosotros, en el español peninsular, nunca lo diremos. Lo mismo sucede con la decena de palabras que aparecerán en la vigésimo tercera edición del DRAE.
Algunas nos resultarán más raras que otras (por ejemplo, pienso que email ya está plenamente extendido como sinónimo de correo electrónico), pero supongo que las palabras que más han levantado espinas han sido billón y trillón.
Como saben los que se dedican a la traducción español-inglés o viceversa, nuestro billón es diferente al bilion inglés. Si nosotros lo usamos con el sentido de 'millón de millones, una unidad seguida de doce ceros', tomado del francés, para el mundo anglosajón significa 'mil millones'. ¿Qué pasará ahora? Muy sencillo: la RAE pondrá el significado primitivo como primera acepción y añadirá una segunda acepción indicando, en cursiva, que esa palabra se emplea con ese otro significado en EE.UU. Y nada más.
Lo mismo para trillón: si para nosotros significa 'un billón de millones, una unidad seguida de 18 ceros', ahora se añadirá una segunda acepción que contenga 'mil billones en ciertas zonas del español'.
Ellos lo han calcado del inglés americano, lo mismo que nosotros lo calcamos del francés en su día. Como he dicho antes, las lenguas son entes vivos que están en plena evolución y constante cambio. Y esos cambios son posibles, entre otros aspectos, por contacto entre lenguas vecinas.
Entonces, ¿a partir de 2014, millardo y billón son sinónimos? Solo sobre el papel, porque no olvidemos que en EE.UU. 1.000.000.000 es un billón y, para nosotros, en España, esa misma cifra es un millardo. Aunque, seamos sinceros, ¿alguien dice millardo? Esa voz, por cierto, también viene del francés.
domingo, 7 de octubre de 2012
Tots a una veu
Hace un par de semanas, yendo a tomar café a mi sitio de costumbre, me crucé con un
par de argelinos hablando en castellano. Fumaban y hablaban distendidamente. Apoyados en la
pared de una casa, en la única sombra libre de la plaza. Me saludaron, les saludé (Novelda es una ciudad
pequeña y las caras se vuelven reconocibles al segundo vistazo) y seguí mi camino. Solo
después pensé en el hecho de que estaban hablando en castellano. Podrían haberlo hecho en
árabe, en francés o en bereber, pero eligieron la lengua del país que les acoge. Quizá para
practicar, quién sabe. Lo más seguro es que si voy a Londres y me encuentro con un español,
le hable en español.
El episodio de los argelinos es una excepción, por supuesto. Cuando conversamos, lo más usual es emplear la lengua más próxima, aquella que nos hace sentirnos más cómodos. Si esos argelinos hubieran estado charlando en francés, en bereber o en árabe, ¿pensaríamos que lo hacen para fastidiarnos? ¿Hubiéramos sospechado que traman algo, que rechazan el país, la cultura y las tradiciones donde se encuentran? ¿Que no se están integrando? Difícilmente. Lo mismo ocurre con los catalanes. Dos catalanes hablando en catalán en pleno centro de Madrid, ¿están haciendo un alegato independentista o únicamente repasan su amistad? He estado muchas veces en Cataluña. Nadie te obliga a hablar catalán en las tiendas. En serio. Y he estado una sola vez en el País Vasco, y nadie me obligó a hablar en euskera. Es más, ojalá pudiera defenderme igual de bien en euskera que en catalán o valenciano lo mismo que quiero creer que chapurreo el gallego.
Es más, ojalá pudiéramos entendernos todos, todos los ciudadanos del mundo. Dominar o al menos conocer cualquier lengua que se habla en el estado español debería ser obligatorio (u optativo, si en la región no se habla esa lengua). Conocer una lengua nos prepara a abrirnos al mundo y no hace falta mencionar que vivimos en un mundo globalizado y sin fronteras. Si hace tiempo dejamos caer las barreras geográficas de esta Europa que nos vertebra, ¿por qué no acabamos con la barrera psicológica de las fronteras lingüísticas? Tenga más o menos hablantes, una lengua conlleva una riqueza cultural, literaria, artística que es imborrable y que todos deberíamos cuidar como patrimonio de nuestra Historia.
Las lenguas que se hablan en España (que no lenguas españolas, ni dialectos del castellano ni nada que se le parezca) conforman nuestra riqueza, nuestra diversidad. El que aprendamos a convivir con los hablantes de esas otras lenguas (vengan de Pontevedra, Salamanca, Alicante, Cerdanyola del Vallès, Málaga, Genil, Mallorca o Durango) sería la mejor tarjeta de visita para pasearnos por Europa y el resto del mundo. Aprender a respetar la lengua del vecino es dar el primer paso para el entendimiento mutuo. Y esa es la base para echar abajo el miedo al Otro.
Los dos argelinos que les refería al inicio lo tenían claro al hablar en castellano. Nosotros, el próximo martes, al cantar eso de «tots a una veu, germans vingau» durante la Diada de la Comunitat Valenciana, quizá podríamos sembrar la semilla para empezar a disfrutar del conocimiento de una lengua, a pesar de que no sea la nuestra; es más, por el simple hecho de que no sea la nuestra. Porque todos los idiomas, incluso el hobyot que hablan menos de cien personas entre Omán y Yemen, merecen el respeto que sus hablantes (personas como usted y como yo a fin de cuentas) también merecen.
El episodio de los argelinos es una excepción, por supuesto. Cuando conversamos, lo más usual es emplear la lengua más próxima, aquella que nos hace sentirnos más cómodos. Si esos argelinos hubieran estado charlando en francés, en bereber o en árabe, ¿pensaríamos que lo hacen para fastidiarnos? ¿Hubiéramos sospechado que traman algo, que rechazan el país, la cultura y las tradiciones donde se encuentran? ¿Que no se están integrando? Difícilmente. Lo mismo ocurre con los catalanes. Dos catalanes hablando en catalán en pleno centro de Madrid, ¿están haciendo un alegato independentista o únicamente repasan su amistad? He estado muchas veces en Cataluña. Nadie te obliga a hablar catalán en las tiendas. En serio. Y he estado una sola vez en el País Vasco, y nadie me obligó a hablar en euskera. Es más, ojalá pudiera defenderme igual de bien en euskera que en catalán o valenciano lo mismo que quiero creer que chapurreo el gallego.
Es más, ojalá pudiéramos entendernos todos, todos los ciudadanos del mundo. Dominar o al menos conocer cualquier lengua que se habla en el estado español debería ser obligatorio (u optativo, si en la región no se habla esa lengua). Conocer una lengua nos prepara a abrirnos al mundo y no hace falta mencionar que vivimos en un mundo globalizado y sin fronteras. Si hace tiempo dejamos caer las barreras geográficas de esta Europa que nos vertebra, ¿por qué no acabamos con la barrera psicológica de las fronteras lingüísticas? Tenga más o menos hablantes, una lengua conlleva una riqueza cultural, literaria, artística que es imborrable y que todos deberíamos cuidar como patrimonio de nuestra Historia.
Las lenguas que se hablan en España (que no lenguas españolas, ni dialectos del castellano ni nada que se le parezca) conforman nuestra riqueza, nuestra diversidad. El que aprendamos a convivir con los hablantes de esas otras lenguas (vengan de Pontevedra, Salamanca, Alicante, Cerdanyola del Vallès, Málaga, Genil, Mallorca o Durango) sería la mejor tarjeta de visita para pasearnos por Europa y el resto del mundo. Aprender a respetar la lengua del vecino es dar el primer paso para el entendimiento mutuo. Y esa es la base para echar abajo el miedo al Otro.
Los dos argelinos que les refería al inicio lo tenían claro al hablar en castellano. Nosotros, el próximo martes, al cantar eso de «tots a una veu, germans vingau» durante la Diada de la Comunitat Valenciana, quizá podríamos sembrar la semilla para empezar a disfrutar del conocimiento de una lengua, a pesar de que no sea la nuestra; es más, por el simple hecho de que no sea la nuestra. Porque todos los idiomas, incluso el hobyot que hablan menos de cien personas entre Omán y Yemen, merecen el respeto que sus hablantes (personas como usted y como yo a fin de cuentas) también merecen.
sábado, 8 de septiembre de 2012
Sobre la corrección de textos
Por muy filólogo que sea uno, está claro que no se puede estar leyendo (y lo dice alguien que siempre va cargado de un libro o una revista) siempre con el ojo avizor, dispuesto a desmenuzar cada texto hasta el último sintagma, con tal de encontrar errores lingüísticos, ortográficos o de expresión. Sin embargo, he de reconocer que últimamente me los encuentro demasiadas veces. Saltan sobre mí como queriendo agredirme. Te salen al paso en las marquesinas de las avenidas, en los rótulos de las tiendas o empresas (no, garaje no se escribe con ge), en el nombre de las calles (las mayúsculas llevan tilde, siempre la han llevado y siempre la llevarán; la RAE no ha dicho nunca lo contrario) o en el telediario, en las apenas dos líneas que esbozan una noticia o el lugar de los hechos (aunque parezca mentira, una vez vi escrito «redacción: Mayorca*»). Me tropiezo a diario con esos errores y pienso: ya está, ya me toca convencer a alguien de que eso no es así, porque claro, «lo pone en el periódico, lo dice la tele...», «¿cómo va a equivocarse el que rotula las calles…?».
Cuando empecé la carrera de Filología, pensaba que la única salida posible era la de estudiar unas oposiciones y dedicarme toda mi vida laboral a dar clases. Día tras día. Luego fui descubriendo las múltiples posibilidades de trabajo que tiene el filólogo más allá de la puramente académica. La más obvia, la más necesaria para el buen equilibrio del mundo es la de corrector de textos. Prácticamente en todos los sectores se necesita un corrector, alguien que dé el visto bueno a lo que una empresa o una marca quieren decir. La labor del corrector no tiene que verse y solo se nota cuando desaparece y las faltas afloran. No tiene por qué estar contratado en esa empresa, sino que un mismo corrector puede ejercer en distintos sectores, como asesor externo, cobrando por servicio o por palabra, e incluso redactando textos.
Aunque, para qué engañarnos, donde un corrector ejerce a tiempo completo, dedicado mañana y tarde a su labor, es en las editoriales.
El sector del papel —libros tradicionales o electrónicos, redacciones de periódicos o revistas— debería cuidar la presentación de sus productos. Y no solo en el nivel ortográfico, sino también en el expresivo. Será cosa de la crisis (esa creencia generalizada de que los periodistas escriben correctamente y entonces para qué gastar dinero contratando una corrección profesional), pero cada vez se pueden ver más errores en libros o revistas. Errores graves. Y en editoriales de supuesto renombre: elije*, encoje*, y hasta una hera* que no se refería a la esposa de Zeus sino a la segunda acepción del diccionario.
Errores inexcusables. Errores que se repiten y consienten en una larga cadena. Porque no hablamos de editoriales de autopublicación, donde el «escritor» paga por la edición e impresión de su libro y la editorial se lava las manos, en la mayor parte de los casos, exigiendo que el manuscrito llegue corregido a la imprenta. Hablamos de editoriales grandes, donde el libro ha sido escrito por alguien que entiende de eso de escribir (supuestamente), aunque haya un negro de por medio, y quizá el texto haya pasado por las manos de un agente literario que decide enviar el manuscrito a los lectores de varias editoriales. Hasta que finalmente le llega a un editor que aprueba que salga a la luz. Es decir, el libro, con sus errores, llega a imprenta después de ser leído por muchas personas. ¿Cómo puede ser que nadie haya detectado los errores? Es posible que se achaque, como siempre, a un fallo de maquetación o de imprenta (el último de la cadena paga los platos rotos), pero no me refiero a un espacio de más o de menos, a una coma que se resbala a la línea de abajo; se trata de uves y bes que permutan, ges que se convierten en jotas, tildes y haches que desaparecen…
Si mantener el ritmo de publicación y el caché de los escritores que más venden significa que los libros salgan plagados de faltas, conmigo no cuenten. Al autor hay que corregirle y, lo más importante, explicarle por qué esas correcciones enriquecen su texto (correcciones no solo ortográficas, sino de estilo o de expresión). Cuando leo un «hubieron personas» dejo de leer, porque eso no es un error justificable (¿cuántas veces se ha oído eso de que la uve está muy cerca de la be en el teclado?), porque eso demuestra que uno no se preocupa de lo que escribe ni, lo que es peor, de quien lo va a leer.
Gracias a, o por culpa de, las nuevas tecnologías (blogs, chats literarios, prensa digital…), está surgiendo todo un ejército de «nuevos escritores», curtidos a base de lecturas de clásicos o contemporáneos que, hinchados los oídos y el ego, escriben una literatura cargada de metáforas que no llevan a ninguna parte, poesía en prosa o prosa poética que no hace más que reincidir en errores comunes y cuya lectura no dice absolutamente nada; salvo, quizá, el demostrarse a ellos mismos el genial dominio que tienen del diccionario de sinónimos.
Lo primero que debería enseñarse en los cursos de escritura creativa (por favor, si a alguien le gusta escribir, que no se quede solo en eso, escribiendo para conocidos y amigos que le regalan el oído a cada frase: que lea teoría sobre el tema, que vaya a cursos; que se ejercite, vamos), lo primero que deberían explicarnos, y obligarnos a cumplir, es que todo texto, largo o breve, de opinión o de creación, de ficción o real, tiene que decir «algo» (utilizando cualquier excusa). Y claro, es mejor que lo diga enseguida. Si he de esperar dos párrafos (o cincuenta páginas) a enterarme de qué va la cosa, es muy probable que ya esté leyendo otro artículo u otro libro.
Pero ese ya no es el asunto de estas líneas. Una vez acabado nuestro texto, démosle un repaso. Posiblemente se nos habrán pasado algunas cosas, podremos quitar o añadir una frase, cambiar una palabra por otra más adecuada, evitar repeticiones. Tal vez nos hayamos comido una palabra o una letra. Aquí conviene que lo lea otra persona, porque nosotros, como autores, leemos aquello que queríamos escribir y podemos pasar por alto bastantes errores, a pesar de que repasemos nuestras palabras una y otra vez. Por eso es importante, sobre todo cuando el texto va dirigido al «gran público», recurrir al corrector profesional, a alguien que lea «hubieron personas» y frunza el ceño. De lo contrario, apañados vamos.
Cuando empecé la carrera de Filología, pensaba que la única salida posible era la de estudiar unas oposiciones y dedicarme toda mi vida laboral a dar clases. Día tras día. Luego fui descubriendo las múltiples posibilidades de trabajo que tiene el filólogo más allá de la puramente académica. La más obvia, la más necesaria para el buen equilibrio del mundo es la de corrector de textos. Prácticamente en todos los sectores se necesita un corrector, alguien que dé el visto bueno a lo que una empresa o una marca quieren decir. La labor del corrector no tiene que verse y solo se nota cuando desaparece y las faltas afloran. No tiene por qué estar contratado en esa empresa, sino que un mismo corrector puede ejercer en distintos sectores, como asesor externo, cobrando por servicio o por palabra, e incluso redactando textos.
Aunque, para qué engañarnos, donde un corrector ejerce a tiempo completo, dedicado mañana y tarde a su labor, es en las editoriales.
El sector del papel —libros tradicionales o electrónicos, redacciones de periódicos o revistas— debería cuidar la presentación de sus productos. Y no solo en el nivel ortográfico, sino también en el expresivo. Será cosa de la crisis (esa creencia generalizada de que los periodistas escriben correctamente y entonces para qué gastar dinero contratando una corrección profesional), pero cada vez se pueden ver más errores en libros o revistas. Errores graves. Y en editoriales de supuesto renombre: elije*, encoje*, y hasta una hera* que no se refería a la esposa de Zeus sino a la segunda acepción del diccionario.
Errores inexcusables. Errores que se repiten y consienten en una larga cadena. Porque no hablamos de editoriales de autopublicación, donde el «escritor» paga por la edición e impresión de su libro y la editorial se lava las manos, en la mayor parte de los casos, exigiendo que el manuscrito llegue corregido a la imprenta. Hablamos de editoriales grandes, donde el libro ha sido escrito por alguien que entiende de eso de escribir (supuestamente), aunque haya un negro de por medio, y quizá el texto haya pasado por las manos de un agente literario que decide enviar el manuscrito a los lectores de varias editoriales. Hasta que finalmente le llega a un editor que aprueba que salga a la luz. Es decir, el libro, con sus errores, llega a imprenta después de ser leído por muchas personas. ¿Cómo puede ser que nadie haya detectado los errores? Es posible que se achaque, como siempre, a un fallo de maquetación o de imprenta (el último de la cadena paga los platos rotos), pero no me refiero a un espacio de más o de menos, a una coma que se resbala a la línea de abajo; se trata de uves y bes que permutan, ges que se convierten en jotas, tildes y haches que desaparecen…
Si mantener el ritmo de publicación y el caché de los escritores que más venden significa que los libros salgan plagados de faltas, conmigo no cuenten. Al autor hay que corregirle y, lo más importante, explicarle por qué esas correcciones enriquecen su texto (correcciones no solo ortográficas, sino de estilo o de expresión). Cuando leo un «hubieron personas» dejo de leer, porque eso no es un error justificable (¿cuántas veces se ha oído eso de que la uve está muy cerca de la be en el teclado?), porque eso demuestra que uno no se preocupa de lo que escribe ni, lo que es peor, de quien lo va a leer.
Gracias a, o por culpa de, las nuevas tecnologías (blogs, chats literarios, prensa digital…), está surgiendo todo un ejército de «nuevos escritores», curtidos a base de lecturas de clásicos o contemporáneos que, hinchados los oídos y el ego, escriben una literatura cargada de metáforas que no llevan a ninguna parte, poesía en prosa o prosa poética que no hace más que reincidir en errores comunes y cuya lectura no dice absolutamente nada; salvo, quizá, el demostrarse a ellos mismos el genial dominio que tienen del diccionario de sinónimos.
Lo primero que debería enseñarse en los cursos de escritura creativa (por favor, si a alguien le gusta escribir, que no se quede solo en eso, escribiendo para conocidos y amigos que le regalan el oído a cada frase: que lea teoría sobre el tema, que vaya a cursos; que se ejercite, vamos), lo primero que deberían explicarnos, y obligarnos a cumplir, es que todo texto, largo o breve, de opinión o de creación, de ficción o real, tiene que decir «algo» (utilizando cualquier excusa). Y claro, es mejor que lo diga enseguida. Si he de esperar dos párrafos (o cincuenta páginas) a enterarme de qué va la cosa, es muy probable que ya esté leyendo otro artículo u otro libro.
Pero ese ya no es el asunto de estas líneas. Una vez acabado nuestro texto, démosle un repaso. Posiblemente se nos habrán pasado algunas cosas, podremos quitar o añadir una frase, cambiar una palabra por otra más adecuada, evitar repeticiones. Tal vez nos hayamos comido una palabra o una letra. Aquí conviene que lo lea otra persona, porque nosotros, como autores, leemos aquello que queríamos escribir y podemos pasar por alto bastantes errores, a pesar de que repasemos nuestras palabras una y otra vez. Por eso es importante, sobre todo cuando el texto va dirigido al «gran público», recurrir al corrector profesional, a alguien que lea «hubieron personas» y frunza el ceño. De lo contrario, apañados vamos.
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