sábado, 8 de septiembre de 2012

Sobre la corrección de textos

Por muy filólogo que sea uno, está claro que no se puede estar leyendo (y lo dice alguien que siempre va cargado de un libro o una revista) siempre con el ojo avizor, dispuesto a desmenuzar cada texto hasta el último sintagma, con tal de encontrar errores lingüísticos, ortográficos o de expresión. Sin embargo, he de reconocer que últimamente me los encuentro demasiadas veces. Saltan sobre mí como queriendo agredirme. Te salen al paso en las marquesinas de las avenidas, en los rótulos de las tiendas o empresas (no, garaje no se escribe con ge), en el nombre de las calles (las mayúsculas llevan tilde, siempre la han llevado y siempre la llevarán; la RAE no ha dicho nunca lo contrario) o en el telediario, en las apenas dos líneas que esbozan una noticia o el lugar de los hechos (aunque parezca mentira, una vez vi escrito «redacción: Mayorca*»). Me tropiezo a diario con esos errores y pienso: ya está, ya me toca convencer a alguien de que eso no es así, porque claro, «lo pone en el periódico, lo dice la tele...», «¿cómo va a equivocarse el que rotula las calles…?».

Cuando empecé la carrera de Filología, pensaba que la única salida posible era la de estudiar unas oposiciones y dedicarme toda mi vida laboral a dar clases. Día tras día. Luego fui descubriendo las múltiples posibilidades de trabajo que tiene el filólogo más allá de la puramente académica. La más obvia, la más necesaria para el buen equilibrio del mundo es la de corrector de textos. Prácticamente en todos los sectores se necesita un corrector, alguien que dé el visto bueno a lo que una empresa o una marca quieren decir. La labor del corrector no tiene que verse y solo se nota cuando desaparece y las faltas afloran. No tiene por qué estar contratado en esa empresa, sino que un mismo corrector puede ejercer en distintos sectores, como asesor externo, cobrando por servicio o por palabra, e incluso redactando textos.

Aunque, para qué engañarnos, donde un corrector ejerce a tiempo completo, dedicado mañana y tarde a su labor, es en las editoriales.

El sector del papel —libros tradicionales o electrónicos, redacciones de periódicos o revistas— debería cuidar la presentación de sus productos. Y no solo en el nivel ortográfico, sino también en el expresivo. Será cosa de la crisis (esa creencia generalizada de que los periodistas escriben correctamente y entonces para qué gastar dinero contratando una corrección profesional), pero cada vez se pueden ver más errores en libros o revistas. Errores graves. Y en editoriales de supuesto renombre: elije*, encoje*, y hasta una hera* que no se refería a la esposa de Zeus sino a la segunda acepción del diccionario.

Errores inexcusables. Errores que se repiten y consienten en una larga cadena. Porque no hablamos de editoriales de autopublicación, donde el «escritor» paga por la edición e impresión de su libro y la editorial se lava las manos, en la mayor parte de los casos, exigiendo que el manuscrito llegue corregido a la imprenta. Hablamos de editoriales grandes, donde el libro ha sido escrito por alguien que entiende de eso de escribir (supuestamente), aunque haya un negro de por medio, y quizá el texto haya pasado por las manos de un agente literario que decide enviar el manuscrito a los lectores de varias editoriales. Hasta que finalmente le llega a un editor que aprueba que salga a la luz. Es decir, el libro, con sus errores, llega a imprenta después de ser leído por muchas personas. ¿Cómo puede ser que nadie haya detectado los errores? Es posible que se achaque, como siempre, a un fallo de maquetación o de imprenta (el último de la cadena paga los platos rotos), pero no me refiero a un espacio de más o de menos, a una coma que se resbala a la línea de abajo; se trata de uves y bes que permutan, ges que se convierten en jotas, tildes y haches que desaparecen…

Si mantener el ritmo de publicación y el caché de los escritores que más venden significa que los libros salgan plagados de faltas, conmigo no cuenten. Al autor hay que corregirle y, lo más importante, explicarle por qué esas correcciones enriquecen su texto (correcciones no solo ortográficas, sino de estilo o de expresión). Cuando leo un «hubieron personas» dejo de leer, porque eso no es un error justificable (¿cuántas veces se ha oído eso de que la uve está muy cerca de la be en el teclado?), porque eso demuestra que uno no se preocupa de lo que escribe ni, lo que es peor, de quien lo va a leer.

Gracias a, o por culpa de, las nuevas tecnologías (blogs, chats literarios, prensa digital…), está surgiendo todo un ejército de «nuevos escritores», curtidos a base de lecturas de clásicos o contemporáneos que, hinchados los oídos y el ego, escriben una literatura cargada de metáforas que no llevan a ninguna parte, poesía en prosa o prosa poética que no hace más que reincidir en errores comunes y cuya lectura no dice absolutamente nada; salvo, quizá, el demostrarse a ellos mismos el genial dominio que tienen del diccionario de sinónimos.

Lo primero que debería enseñarse en los cursos de escritura creativa (por favor, si a alguien le gusta escribir, que no se quede solo en eso, escribiendo para conocidos y amigos que le regalan el oído a cada frase: que lea teoría sobre el tema, que vaya a cursos; que se ejercite, vamos), lo primero que deberían explicarnos, y obligarnos a cumplir, es que todo texto, largo o breve, de opinión o de creación, de ficción o real, tiene que decir «algo» (utilizando cualquier excusa). Y claro, es mejor que lo diga enseguida. Si he de esperar dos párrafos (o cincuenta páginas) a enterarme de qué va la cosa, es muy probable que ya esté leyendo otro artículo u otro libro.

Pero ese ya no es el asunto de estas líneas. Una vez acabado nuestro texto, démosle un repaso. Posiblemente se nos habrán pasado algunas cosas, podremos quitar o añadir una frase, cambiar una palabra por otra más adecuada, evitar repeticiones. Tal vez nos hayamos comido una palabra o una letra. Aquí conviene que lo lea otra persona, porque nosotros, como autores, leemos aquello que queríamos escribir y podemos pasar por alto bastantes errores, a pesar de que repasemos nuestras palabras una y otra vez. Por eso es importante, sobre todo cuando el texto va dirigido al «gran público», recurrir al corrector profesional, a alguien que lea «hubieron personas» y frunza el ceño. De lo contrario, apañados vamos.