martes, 27 de agosto de 2013

Un niño en la calle

Canta Mercedes Sosa: «A esta hora, exactamente, hay un niño en la calle». La letra procede de un poema de Armando Tejada Gómez escrito a finales de los años 50 del pasado siglo XX. Si lo leemos entero parece que haya sido escrito ayer. Si escuchamos la música parece que suene siempre.

También hoy, mientras aquí y allá pasamos las hojas del diario, saltando de Rajoy a Gareth Bale, repasando con los ojos achinados por el sol qué película nos adentrará en el sueño esta noche, hay niños en la calle. Están lejos, muy lejos, sin duda. A pesar de estar al lado a veces, siguen lejos. Puede que nos los encontremos, con sus ojitos avispados, en las calles del paseo marítimo, las palmas de las manos sucias, los pies manchados, al acecho de la bolsa que dejamos descuidada, del móvil que hace guardia entre tercio y tapa, a la sombra de un chiringuito atiborrado de turistas. Puede que nos quieran vender el último CD de Melendi, la camiseta de Neymar, el taquillazo del verano aún en cines o una pulsera artesanal hecha de cuero y perlas falsas. Puede que arrastren la mala suerte de sus padres o el desgobierno de sus países de origen, y tengan que vivir a las afueras, bajo la epidermis de nuestra sociedad. Para seguir siendo invisibles.

Si alguno de esos niños de la calle estira la mano en un parque céntrico para pedir comida o dinero, de repente se nos ocurre mirar la hora en el teléfono o ver si nos ha llegado un nuevo guasap. Y, aunque nosotros ya estemos un paso más cerca del refugio de nuestros hogares, esos niños seguirán en la calle, una calle que no es la suya, en un mundo que apenas les pertenece.

La mayoría de los niños de la calle quedan lejos. Muy lejos. Al otro lado del televisor. Los más recientes, en Siria. Allí, desde que hace dos años empezara la guerra civil, un millón de niños han sido desplazados a otros países, donde quedan a merced de las mafias internacionales. Otros han sido masacrados, siguen siendo masacrados. «Es honra de los hombres proteger lo que crece, cuidar que no haya infancia dispersa por las calles», canta La Negra Sosa. La comunidad internacional observa. Al principio casi con júbilo. Esa primavera árabe era beneficiosa: por fin el pueblo árabe rebelándose contra sus dictadores. Sin embargo, viendo lo que sucede ahora en Egipto o en lo que ha devenido Siria, Europa y EE.UU. callan. A este lado del charco, lo de siempre: reuniones de tres días entre ministros de exteriores y presidentes de gobierno para decidir qué decir o qué valoración hacer cuando la situación ya está enquistada. Al otro lado, Barack Obama decidiendo si irrumpe en mitad de Siria con sus tanques y sus aviones de combate, quizá pensando cómo afectaría eso a su Nobel de la Paz o sopesando si la Historia lo compararía con su antecesor Bush Jr.

Mientras tanto, armas químicas arrasan la población siria. Si nos molestan esas imágenes siempre podremos no verlas, pero así no desaparecerán todos esos niños muertos apilados en salas llenas de polvo o con los pulmones repletos de a saber qué nuevo invento criminal. Pero, ¿qué podemos hacer nosotros? Desde aquí, desde nuestra comodidad, con nuestra crisis y nuestro caluroso verano, ¿qué podemos hacer por todos esos niños? La verdad es que poco, muy poco. Pero que nunca muera la esperanza de un mundo mejor.

Lo primero que podríamos hacer es reconocer que España ha vendido armas a Egipto por valor de cientos de miles de euros. En total, más de 120 millones en dos años. Material de defensa y armamento que va para allá y vuelve en forma de billetes contantes y sonantes. Reconocerlo y luego pararse a valorar qué prima más: ¿el negocio armamentístico o las vidas de seres humanos? Seguro que usted conoce a alguien que conoce a otro que podría preguntárselo al diputado de turno que tiene un puesto de asesor en una de esas empresas armamentísticas españolas.

Lo segundo, y antes de comenzar con la retahíla de que los pobres niños musulmanes tienen que crecer en medio de dictaduras islamistas esperando al amanecer occidental que les ilumine, tratar de responder algunas cuestiones: ¿qué tipo de educación están recibiendo esos niños en las escuelas de sus países? ¿Quién, o quiénes, y con qué fin está manipulando la enseñanza del Corán y la religión islámica que, como todas las demás religiones, se basa en el amor al prójimo y el respeto mutuo? ¿No es mucha casualidad que, acabada la Guerra Fría y la batalla contra el bloque comunista, surgiera el fundamentalismo radical como nuevo enemigo a batir?

Lo tercero: mover un dedo. No digo que haya que irse a visitar a los refugiados sirios en Irak, como Pau Gasol. Desde la web de Unicef podemos donar cualquier cantidad a esos niños sirios. Con 25 euros les podemos dar un kit de primeros auxilios. 25 euros. Seguro que nos gastamos más dinero al mes en gasolina, yendo y viniendo del colegio para recoger a nuestros hijos.

Y, por último, no olvidar. Hoy es Siria o Egipto, pero sigue siendo Haití, el cuerno de África, el Sahel, los desplazados de todas las guerras del mundo, los saharauis en los campamentos de Tindouf, el tráfico de niñas en la India… Casi siempre niños. Niños de la calle. Porque el mundo no se merece que siga siendo verdad la canción en la voz de Mercedes Sosa: «nadie protege esa vida que crece, y el amor se ha perdido como un niño en la calle».

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