viernes, 27 de enero de 2012

Equilibrando el mundo

Miguel tiene nueve años. Esta semana vuelve al colegio con la retina repleta de recuerdos navideños: la cena de Nochebuena en casa de sus abuelos, cuando sus padres le dejaron luego quedarse hasta las dos de la madrugada viendo dibujos por la tele, hasta que ya no pudo más y tuvo que ir arrastrándose a la cama, todavía con el sabor de las gambas y el cordero en la boca. O la comida de Navidad en casa de sus tíos, jugando con sus primos mayores (tampoco muy mayores) en el larguísimo pasillo. Casi tiran una figurita de porcelana, una bailarina pálida cuyo brazo estirado hacia arriba, la muñeca ligeramente doblada y los dedos extendidos demuestran la valía innata del artista.

Ahmed también tiene nueve años. Vive en los campamentos para los refugiados saharauis en Tindouf, aquel lugar en mitad del desierto donde Argelia les deja vivir desde que su padre tenía su misma edad. Ahmed también irá a la escuela, aunque él no ha tenido vacaciones. Quiere estudiar mucho para ser un hombre de provecho, para poder trabajar en Argelia o Mauritania o, quién sabe, ojalá, en Europa, y así poder mandar dinero a su familia. En su retina, la Navidad es únicamente una llamada de teléfono de sus papás de España. Le hablan de la crisis, de la prima de riesgo, de subidas de impuestos y otras cosas que Ahmed, en mitad del desierto, sin más visión que el ancho azul del cielo y un mar de arena fina que se extiende hacia todas partes, no entiende. Le dicen que hay gente que ha perdido su trabajo, que no pueden pagar los pisos que se compraron, y Ahmed, con el teléfono móvil de su hermana mayor, contempla la nada más absoluta y devastadora y suspira profundamente.

Él sabe, porque lo ha visto en fotos, que hay todo un mundo allí afuera que está repleto de edificios altos y aceras de hormigón, de neveras llenas de comida y de restaurantes que incluso te llevan la comida que quieras a tu propia casa. Pero a él le ha tocado esa vida. No es cuestión de resignarse; solo se trata de aceptar la realidad.

De año en año, sus papás de España vienen y le traen ropa, balones de fútbol, comida. La vida en los campamentos es monótona: cuando termina el colegio, juega con sus compañeros, visita a su abuelo, escucha hablar a los mayores. Cada día es igual que el anterior. Todos esperan una libertad que no viene, la llegada de alguien desde el otro lado de la frontera o desde Rabouni que les diga que ya pueden ir adonde quieran, que ya son un pueblo, que tienen patria. Sin embargo, para Ahmed, que nació allí, la «libertad» es eso, ese es su país. No conoce otra cosa. Algunos niños más mayores han estado en España este verano y vienen con historias increíbles de piscinas de agua helada, casas de dos plantas y televisores donde las imágenes parecen salirse de la pantalla. La única tele que ha visto él está en casa de un hermano de su padre y la antena está medio rota, por lo que hay que intuir las imágenes detrás de las franjas de puntitos blanquinegros.

El pequeño Miguel, por su parte, entrará en clase el primero, como siempre. Subirá las persianas y sacará los libros: hoy toca Conocimiento del Medio. Él conoce el llamado Tercer Mundo por los libros de texto o por algún trabajo que le mandan hacer. No se considera más afortunado que otros niños, porque no piensa mucho en esos otros niños que viven en casuchas de uralita y adobe, sin agua para lavarse ni comida que llevarse a la boca. Está tan ocupado que apenas tiene tiempo para pensar cuán afortunado es.

Cuando lleguen los demás compañeros hablarán de lo que les han traído los Reyes a cada uno. A él un par de juegos para la Play 3, las Nike que lleva Cristiano Ronaldo, un libro de lectura y algo de ropa. En casa de sus abuelos siempre le traen dinero. En la jaima de Ahmed no se celebra la Navidad, obviamente. Ellos no son cristianos. Pero, aunque lo fueran, no habría nada material que regalar. El regalo que tiene Ahmed cada día es la propia vida. Miguel también, por supuesto, pero tampoco tiene tiempo para agradecer eso.

Este es el equilibrio del yin y el yang, el todo y la nada que está presente en todos los vértices de este mundo.

Estas fiestas pasadas, Miguel acompañó a su abuela paterna a la misa de gallo de la parroquia. Un coro rociero clamaba por bulerías: «Señor de los espacios infinitos, tú que tienes la paz ahí entre las manos: derrámala, Señor, te lo suplico, y enséñales a amar a tus hermanos». En ese mismo instante, Ahmed, mirando la noche estrellada sobre el desierto, quizá pensara que ese Señor de los espacios infinitos había pasado por alto aquel lugar.

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