Con total seguridad la empleamos para referirnos a los problemas de gente más joven que nosotros, adolescentes o niños. Quizá consideremos que esos problemas, esas nimiedades en realidad, como el chico o la chica de turno, el examen del día siguiente, la discusión con la mejor amiga, una pelea con alguien, son pequeñeces, nada comparable a los verdaderos problemas de la vida real; es decir, a nuestros problemas. No es más que una forma de egoísmo.
Cuando crecemos, cuando vamos sumando velas a la tarta anual del cumpleaños, esos problemas de infancia ya no lo son tanto. Es probable que pensemos: «Vaya, pues sí que me ahogaba yo por aquel entonces en un vaso de agua».
Somos así. Los seres humanos somos así. Cualquier problema que tengamos, cualquier situación trágica por la que estemos pasando y que nos parezca única, cualquier mala racha que creamos injusta y desproporcionada, antes la ha pasado alguien. Alguien ha sufrido lo mismo que tú. Alguien ha estado en la misma situación. Y con total seguridad muy cerca de ti. Solo que no te has dado cuenta. Tal vez ibas tan preocupado en ti mismo, tan ensimismado en la contemplación de tu propio ombligo, que has pasado por alto que hay más personas en tu entorno que sienten las mismas cosas que sientes tú.
Lo he escuchado esta semana: «Si la gente se siente sola, no es porque no haya suficientes personas a nuestro alrededor. Es porque no hemos sabido crear suficientes lazos entre nosotros».
Es esta una gran verdad.
La pronunció una de las personas que lideran el llamado «Día del desafío», un concepto desarrollado por el programa de televisión Si me conocieras... (If you really knew me, en el original), que emite en España la cadena MTV. Cada episodio del programa se centra en un instituto de los Estados Unidos donde los problemas de pandillas, clases sociales o diferencias raciales están limando las relaciones interpersonales entre los estudiantes. La idea es colocar a los cursos más avanzados en el gimnasio del centro y hacerles ver que sus insultos duelen, que las diferencias son mínimas y que, en la mayoría de los casos, la gente tiende a esconder sus sentimientos o sus verdaderas motivaciones bajo una capa de clichés.
Uno de los ejercicios más emotivos es colocar a todos los estudiantes detrás de una línea pintada en el suelo. Frente a ellos, algunos metros más allá, otra línea. Uno a uno se van nombrando algunas situaciones por las que han podido o puedan estar pasando, como por ejemplo si tienen problemas de alcohol o drogas en sus casas, si no conocen a sus padres, si han sufrido la pérdida reciente de un familiar o alguien querido. Esos jóvenes, inmersos en sus soledades y más preocupados en ocultar su interior para evitar burlas o desprecios, van cruzando la línea una y otra vez, percatándose de que quizá no están tan solos como creían. Hay otros que han pasado por lo mismo que ellos. Hay otros que, si se pararan un instante, han sufrido lo mismo que ellos.
Con total seguridad, y ya no únicamente referido a estudiantes o personas más jóvenes que nosotros, si cada uno hiciera en su vida el simple ejercicio de detenernos un segundo a mirar a quienes nos rodean a los ojos, veríamos que esas personas tienen sentimientos parecidos a los nuestros. No importa la edad. El dolor no conoce de edades, no sabe de personas. Quizá esas personas necesiten un abrazo. Quizá necesiten una única palabra. Tal vez un simple «cómo estás» les evite unas lágrimas y les salve la vida. Eso fue lo que les comenté a mis alumnos esta semana: si veis a alguien triste preguntadle qué le pasa y, lo más importante, esperad a que os responda.
- ¿Y si nos manda a la mierda? - preguntó uno de mis alumnos desde la primera fila.
- Entonces - respondí - solo tienes que decirle: lo siento, te he visto bajo de moral y quería saber si todo está bien. Si luego quieres hablar o necesitas algo, aquí me tienes, ¿vale?
Si aun así, la otra persona mantiene firme la coraza protectora, tal vez podríamos mandarle una mirada de amor acompañada del símbolo internacional del «te quiero», el que muestra la siguiente imagen:
Tras ese «Día del desafío», el instituto no vuelve a ser el mismo, o al menos eso es lo que nos presentan las imágenes. No puede ser tan perfecto ni dar tan excelentes resultados, pero sí que te hace pensar muchas cosas, muchas actitudes que llevamos a cabo (o llevábamos a cabo cuando éramos más jóvenes y paseábamos por los pasillos del instituto).
Probablemente, otro buen ejercico sería mostrarles a esos alumnos una serie de imágenes que les darían una buena dosis de humildad. Y es que el tamaño de nuestros problemas se empequeñece de inmediato cuando los ponemos en relación con la infinita grandiosidad del universo.
En este primer diseño, vemos nuestro planeta y los planetas del Sistema Solar más pequeños. A esta escala, nuestra existencia se reduce a un puntito minúsculo habitando un enorme globo de agua, tierra y fuego.
En la imagen superior, la Tierra es mnuy pequeña y el planeta enano Plutón apenas se ve. Júpiter destaca.
El Sol lo preside todo. Tan grande como nos había parecido Júpiter en la fotografía anterior, ahora no es más que una simple canica diminuta. La Tierra, con todos nuestros problemas y preocupaciones, no representa más que un píxel de la imagen.
Otras escalas, como las dos últimas imágenes, presentan otras estrellas del enorme universo comparadas con el Sol. En la última, Antares, la decimosexta estrella más brillante del cielo, deja reducido nuestro Sol a la nada. A esa escala, nuestro planeta es totalmente invisible.
Y ahora pensemos en todo aquello que nos ocupa la cabeza. Está claro que la mente humana es incluso más infinita que el propio universo, pero las preocupaciones que nos angustias son reales. Todos las sufrimos. Todos vivimos en este diminuto planeta, en medio de la nada, olvidados de todo. Carl Sagan (1934-1996) lo explicó mejor a raíz de la famosa fotografía tomada por la nave espacial Voyager 1 el 14 de febrero de 1990.
La Tierra, nuestro planeta, a una distancia de 6.000 millones de kilómetros, no es más que un leve puntito azul. Carl Sagan dijo al respecto:
No estaría de más que a veces nos diéramos a nosotros mismos esa pequeña dosis de humildad. Para terminar esta extensa entrada os dejo con las palabras del propio Sagan.
No estaría de más que a veces nos diéramos a nosotros mismos esa pequeña dosis de humildad. Para terminar esta extensa entrada os dejo con las palabras del propio Sagan.
Mira ese punto. Eso es aquí. Eso es casa. Eso es nosotros. En él se encuentra todo aquel que amas, todo aquel que conoces, todo aquel del que has oído hablar, cada ser humano que existió, vivió sus vidas. La suma de nuestra alegría y sufrimiento, miles de confiadas religiones, ideologías y doctrinas económicas, cada cazador y recolector, cada héroe y cobarde, cada creador y destructor de la civilización, cada rey y cada campesino, cada joven pareja enamorada, cada madre y padre, cada esperanzado niño, inventor y explorador, cada maestro de moral, cada político corrupto, cada “superestrella”, cada “líder supremo”, cada santo y pecador en la historia de nuestra especie vivió ahí: en una mota de polvo suspendida en un rayo de luz del sol.
La Tierra es un muy pequeño escenario en una vasta arena cósmica. Piensa en los ríos de sangre vertida por todos esos generales y emperadores, para que, en gloria y triunfo, pudieran convertirse en amos momentáneos de una fracción de un punto. Piensa en las interminables crueldades visitadas por los habitantes de una esquina de ese pixel para los apenas distinguibles habitantes de alguna otra esquina; lo frecuente de sus incomprensiones, lo ávidos de matarse unos a otros, lo ferviente de su odio. Nuestras posturas, nuestra imaginada auto-importancia, la ilusión de que tenemos una posición privilegiada en el Universo, son desafiadas por este punto de luz pálida.
Nuestro planeta es una mota solitaria de luz en la gran envolvente oscuridad cósmica. En nuestra oscuridad, en toda esta vastedad, no hay ni un indicio de que la ayuda llegará desde algún otro lugar para salvarnos de nosotros mismos.
La Tierra es el único mundo conocido hasta ahora que alberga vida. No hay ningún otro lugar, al menos en el futuro próximo, al cual nuestra especie pudiera migrar. Visitar, sí. Colonizar, aún no. Nos guste o no, en este momento la Tierra es donde tenemos que quedarnos.
Se ha dicho que la astronomía es una experiencia de humildad y construcción de carácter. Quizá no hay mejor demostración de la tontería de los prejuicios humanos que esta imagen distante de nuestro minúsculo mundo. Para mí, subraya nuestra responsabilidad de tratarnos los unos a los otros más amablemente, y de preservar el pálido punto azul, el único hogar que jamás hemos conocido.
Qué bonito.
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