martes, 1 de noviembre de 2011

Un día como otro cualquiera

A esta hora ya serán muchas las personas que han pasado por los cementerios municipales de nuestra geografía nacional. Otros quizá aprovechen la tarde para hacer la visita a las tumbas de sus seres queridos o allegados. Por otro lado, serán pocas (o ninguna, aunque nunca se sabe cuánto se puede alargar una celebración) las que vuelven ahora a sus casas después de celebrar la noche de Halloween.

Sobre esta segunda celebración, me gustaría empezar con una frase que leí ayer mismo en Facebook, publicada por una amiga: «¿Os acordáis de cuando éramos pequeños e íbamos tocando las puertas de las casas, disfrazados, para que nos dieran caramelos? Yo tampoco».

Halloween, como ha pasado muchísimas veces a lo largo de la historia, no es más que el fruto de una suplantación. Esta forma de superponer celebraciones, quitando las que había y sustituyéndolas por otras (o simplemente implantando otras nuevas) se ha hecho siempre. Y los españoles somos expertos en eso. Aunque ahora no se haya llegado al derramamiento de sangre, la televisión, el cine y los centros comerciales nos han introducido, con calzador diría yo, una celebración que nos es ajena por completo.

Porque Halloween tiene su origen en el mundo celta, quienes celebraban el Samhain, «el fin del verano». Con esa fiesta se conmemoraba el final del tiempo de cosechas, iniciándose así el Año Nuevo. Los antiguos celtas creían que en esa noche, la línea que une nuestro mundo con el mundo de los muertos se estrechaba, algo que aprovechaban los espíritus para cruzar de una parte a otra. Por ello, todas las personas vestían trajes y máscaras de aspecto grotesco, para así alejar a los malos espíritus.

Los romanos, al conquistar los dominios celtas, asimilaron esa tradición, emparejándola con la fiesta en honor a la diosa de los árboles frutales, Pomona, que se celebraba a finales de octubre y principios de noviembre.

Y más tarde, impulsado por el papa Gregorio III en el siglo VIII pero llevado a cabo por Gregorio IV ya en el siglo IX, se suplantó finalmente esa fiesta superponiéndola con una cristiana: el Día de Todos los Santos, que se celebraba el 13 de mayo, pero que se pasó al 1 de noviembre.

El origen de esta festividad era paliar cualquier omisión dentro del amplio santoral anual. Poco, quizá, tenga que ver con lo que actualmente se lleva a cabo en un día como este, ¿no? En realidad, el día para que la cristiandad ore por sus difuntos y, ante todo, por aquellos que aún habitan en el Purgatorio en espera de purificación, es mañana, 2 de noviembre, celebración de los Fieles Difuntos. Igual sería mejor mover la festividad en el calendario, del primero de noviembre al segundo día del mes. O, mejor todavía, y ya que estamos en un estado constitucionalmente aconfesional, ¿no sería mejor pasar todas las fiestas religiosas (como la Inmaculada, San José, la Asunción, etc.) al domingo inmediatamente anterior o posterior para no crear agravios comparativos con otras religiones existentes en nuestro país?

Quizá eso ya sea más complicado, ¿no creen? Y es que, ¿por qué en este estado aconfesional todas las vacaciones, excepto las de verano, tienen que ver con la religión cristiana?

Sea como fuere, y como decía al principio, la suplantación de fiestas se ha hecho desde siempre. Cuando se arrebató la península ibérica a los árabes, las iglesias se construían sobre los restos de las mezquitas asoladas. Algo que también hicimos los españoles en América, cuando fuimos a cristianizarles (y a llevarnos todo el oro que pudimos, de paso): asolábamos los pueblos y sobre los templos se levantaban iglesias. Era sencillo. Si la gente tiene por costumbre ir a un sitio a reunirse y pedir a su dios por una época de lluvias benigna o por unas cosechas favorables, construyamos nuestros templos sobre las ruinas de los suyos. Los indios seguirán yendo a esos lugares, las iglesias se llenarán y todos contentos. La Conquista avanzaba.

La Iglesia Católica hizo lo propio, suplantando celebraciones paganas e inventándose ritos cristianos que todos pudieran aceptar sin problemas. Así pasó, por ejemplo, con la Navidad, adoptándose distintas fiestas paganas de cualquier cultura y región al calendario cristiano. Con ello se lograba acercamiento y, lo principal, adeptos.

Incluso el Camino de Santiago, ideado por los monjes benedictinos de Cluny en el siglo IX, recoge una antigua tradición que se remonta al Neolítico, en la que hombres y mujeres viajaban al final de sus vidas hacia donde se moría el Sol, llegando hasta las costas de Finisterre («el fin de la tierra»), el extremo más al Oeste del mundo entonces conocido. Si la gente ya peregrinaba, ¿qué hacía falta para que la Iglesia adoptara esa tradición? ¿Que aparecieran unos restos y se atribuyeran al apóstol Santiago? Pues eso mismo ocurrió.

Lo cierto es que estamos ante un día cualquiera. Hoy, 1 de noviembre, es la fecha en la que las floristerías hacen su agosto con esa generalizada tradición de acudir a los cementerios a limpiar y poner flores a nuestros difuntos. Únicamente este día. Al igual que el 14 de febrero, hoy, a mi juicio, no es más que otro día-excusa. Si en San Valentín toca decirle «te quiero» a nuestra pareja, hoy toca visitar el cementerio. Pero de mi novia y de mis muertos me acuerdo siempre, los llevo perennes en la memoria, presentes a cada paso. Mientras, me dedico a vivir el hoy. Y cuando muera, incinérenme. No les haré acudir al cementerio cada año, a limpiar mi lápida, cambiar la foto y ponerme flores. El que me recuerde, lo hará, sin necesidad de todo eso. Y luego echen mis cenizas en el cabo de Fisterra, allá en A Coruña, allá donde los hombres y mujeres del Neolítico iban a morir, allá donde moría el Sol, donde las cenizas se juntan con el agua, el agua se hará lluvia y la lluvia hará nacer frutos sobre la tierra.

Solo así se cumplirá el ciclo de la vida.

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