Desde hoy, 2 de enero, España es un país libre de humos. Nunca es tarde si la dicha es buena, pero en este caso debería haberse hecho desde el principio, desde 2005, cuando comenzaba a elaborarse el borrador de la Ley Antitabaco.
En ese primer momento, quizá pensando en el futuro boicot que hosteleros y clientes harían, se dejó demasiado espacio para la decisión. Debería haberse cortado de raíz ya desde aquel año; es decir, prohibido fumar en todo lugar público. Y es que esa Ley era ambigua y dejaba mucho margen para la picaresca. Ahora no. Ahora no se puede fumar. Y punto. Lo cual se agradece.
Tan solo hay once millones de fumadores en España, frente a los treinta y cinco millones que no lo somos. ¿Por qué esa gran mayoría teníamos que respirar el aire embrutecido que expulsaban otros? No tenía sentido.
Esta mañana, primer día de la temida Ley Antitabaco, las cafeterías estaban llenas. Quien quería fumar, salía a la calle. Los hosteleros encantados, la clientela no fumadora agradecida.
Suelo desayunar los domingos en una conocida cafetería-pastelería de mi Novelda natal, hoy también a rebosar. Desde la barra, hojeando el suplemento del Diario Información, degusto un buen café y alguna pasta o dulce. Hoy, por primera vez en mucho tiempo, el hombre que pasaba las páginas del periódico deportivo fumándose un puro y embadurnando el aroma a pastel y chocolate, me ha concedido el honor de respirar sin problemas el olor amargo del café caliente.
Hoy, aunque el desayuno era el mismo, me ha sabido a gloria.
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