Lo primero que recuerdo de mi llegada a los campamentos saharauis de Tindouf (Argelia) es que era noche cerrada. Luna creciente. Las estrellas brillaban en la cúpula negra del cielo como puños encendidos. Fue una lástima no acudir a allí con una cámara en condiciones para inmortalizar la hermosa nocturnidad de un paisaje sin contaminación, puro, humilde y poderoso a la vez, de una fuerza poética indiscutible.
El cielo de ese Sáhara es especial, para nada comparable a las noches en campos o en playas, al aire libre, tumbados en hamacas mirando arriba.
En África todo se magnifica, se hace inmenso. Allí la emoción corre entre la arena, aquí se pierde entre las rendijas del asfalto de las calles, en esta habitual modernidad a la que los primermundistas estamos tristemente acostumbrados. Allí cada amanecer, cada anochecer, cada brisa, se disfrutaba como si fuera la última.
No me costó habituarme a los sonidos de los campamentos: los niños correteando, las cabras lanzando chillidos, el motor de los todoterrenos cruzando de aquí para allá.
A la mañana siguiente, cuando mis ojos contemplaron a la luz del día la grandiosidad del desierto, me paré unos minutos a mirar el horizonte. Allá donde mirara, había arena y cielo raso. Allá donde mirara, jaimas y casas de adobe y uralita rompían el horizonte. Esas viviendas eran provisionales hace treinta años. Para los cientos de niños que han nacido en los campamentos como refugiados y expatriados es su único hogar.
Pronto me acostumbré al día a día de los campamentos: la llamada de alguien que quiere que veas cómo sacrifica al cordero que luego cocinará en tu honor, las ceremonias del té, las visitas a una jaima y a otra, la gente que te preguntaba por España y sus conocidos de allí.
Yo estaba ubicado en Bir Lehlu, en Smara, ciudad hermanada con mi Novelda natal. Íbamos a llevarles unas placas solares como proyecto del 0,7% del presupuesto municipal. Llevábamos, también, comida, ropa y dinero.
Al segundo día de ir de campamento en campamento, caminando entre el desierto o botando por las dunas con los jeeps, aprendes que todas las comodidades de las que gozamos en el Primer Mundo son lo que nos alejan de disfrutar de la cercanía de la gente, del trato humano y personal, del abrazo próximo.
Por las noches, sentado en la jaima, cobijados del frío externo, iluminados por la poca luz del fuego que calentaba el té y un fluorescente sobre la alfombra, nuestras caras eran sombras y nuestras voces se perdían en el aire, ese que agita la arena y cambia el desierto a cada pestañeo. Quizá supe ahí, en esos momentos, que ya no existe el tú o el yo, sino que todo es nosotros. Que no existe distinción entre ellos y nosotros, sino que todos somos hijos de una misma tierra y un mismo sol. Solamente cambia la suerte, aquella que nos hace nacer y crecer en mundo tan diferentes, injustos y separados.
Cuando regresé a España, también de madrugada, lo primero que observé es que habíamos perdido la Naturaleza. Ya no había estrellas, no había quietud, no había apenas negrura. Los coches nos adelantaban por la autovía, veloces e inquietos.
Al amanecer, al pisar la calle de asfalto, con sus prisas y sus caras cabizbajas, mi mente voló al Sáhara, hasta ese mundo de sonrisas infinitas sin horas ni minutos, donde el tiempo se mide por los instantes de felicidad verdadera. Y los saharauis, a pesar de todo, eran felices.
Cuando recuperen su tierra, esa felicidad será eterna. Así lo espero.
* Las fotos están hechas por mí mismo durante el viaje que una delegación noveldense efectuó en diciembre de 2008 a los campamentos saharauis de Tindouf. En su día escribí un artículo, publicado por el Diario Información de Alicante, que se puede leer en aquí.
No hay comentarios:
Publicar un comentario