miércoles, 24 de noviembre de 2010

La buena voluntad

Dice Immanuel Kant al principio de su Fundamentación de la metafísica de las costumbres: «Ni en el mundo ni, en general, fuera de él es posible pensar nada que puede ser considerado bueno sin restricción excepto una buena voluntad».

La buena voluntad es buena per se, en sí misma, y es, igualmente, «la ineludible condición que nos hace dignos de ser felices».

Todo eso, que es muy idealista y de valores absolutos y universales, a menudo se corrompe en el contacto diario de seres imperfectos como nosotros, los humanos, pues esa buena voluntad en toda acción se traduce, en la mayoría de los casos, en provecho propio; es decir, hacer lo que creo que es bueno solo si después obtendré a cambio algo beneficioso para mí: reconocimiento, respeto, admiración, poder… De esa forma podríamos acceder a la felicidad, obviamente, pero se trataría de una felicidad engañosa y pasajera, fruto de haber andado por el camino contrario a una buena voluntad pura.

Por ello debemos entregar esa buena voluntad a la razón. Sin embargo, si esa voluntad es la condición de la felicidad, y entendemos la felicidad como realización plena y personal, ¿no sería mejor haberla entregado al instinto? No lo creo. Quizá sea este el que conoce mejor nuestros impulsos, pero es la razón la que sopesa las probabilidades de nuestras elecciones.

Por fortuna, seguimos moviéndonos por razones, no por instintos. De no ser así, quizá la Humanidad ya habría desaparecido hace mucho. De ese modo, y salvo excepciones en las que actúa el puro instinto animal de nuestros antepasados (lo que obligará después a arrepentirnos de aquellas acciones que, miradas a través de la razón, consideremos reprobables), las mujeres y los hombres racionalizamos todas nuestras acciones, sobre todo pensando en las posibles consecuencias futuras. Si queremos comprarnos un coche, por ejemplo, pensaremos en cómo nos irá en el futuro cuando tengamos que hacer frente a los pagos mensuales del automóvil, si será seguro, si su motor aguantará los kilómetros diarios que hacemos entre el trabajo y el hogar... Si queremos expresar nuestros sentimientos hacia alguien, pensaremos primero si ese grado de exposición será beneficioso para nosotros en el caso de que seamos rechazados, o si llenará el vacío interior la presencia de esa persona en nuestras vidas, o si seremos realmente lo mejor para su vida.

Así, aunque a veces intervenga el instinto a la hora, sobre todo, de hacer gastos innecesarios (como pueda ser el de adquirir un coche cuando el que tenemos aún está en condiciones de seguir rodando), principalmente juzgaremos nuestras acciones en disposición a los acontecimientos que puedan venir. Y teniendo en cuenta que lo que todos buscamos es, simple y llanamente, vivir y ser felices, en un primer momento con nosotros mismos y, por extensión de acuerdo al resto de personas que nos acompañan en el camino, podríamos deducir que todas las acciones que hagamos movidos por la razón, evaluando consecuencias futuras, caerían acaso en el egoísmo de obtener algo a cambio o por bien nuestro y, por el contrario, que toda acción que llevemos a cabo mediante inclinación o instinto, sin llevarla a la balanza de lo que vendrá, no conllevaría egoísmo en cuanto a que no actuamos por un beneficio claro global hacia con nosotros mismos sino por un entretenimiento o placer a corto plazo que muy poco tiene que ver con el beneficio personal en la totalidad de nuestras vidas y sí con el placentero.

¿Paradoja? ¿Contradicción? Puede ser, pero ateniéndonos a la base de la felicidad de la que habla Kant (esto es, la felicidad como deber moral y no por inclinación a sentirnos mejor), cuando buscamos ser felices habremos de hacerlo sin estar movidos por la inclinación (impulso y deseo de un aspecto mejor, unas vacaciones idílicas…), valores inmateriales que desaparecerán antes o después, tornándose en contra nuestra una vez evaporados, cosa que nos sumirá o bien en una mayor tristeza o bien en una espiral infinita de búsqueda de la felicidad que acabará por costarnos la felicidad.

Esto último nos sitúa ante la realidad de aquellas personas que, por mucho buscar la felicidad a través de la razón, encuentran todo lo contrario (es decir, la opinión de que podrían ser mejores, saber más, visitar más lugares, conocer más culturas…), lo que podría hacer que se sumieran en la tristeza y renegar finalmente de la razón. Esas personas sirven de ejemplo para aquellos que únicamente buscan el disfrute presente y la suma constante de momentos de corta felicidad. Estos últimos piensan que dedicar una vida al estudio y la reflexión es alejarla del disfrute y el placer.

No obstante, y a mi entender, ambas ideas son compatibles una con la otra. A fin de cuentas, como decía Gandhi, «no hay camino para la paz, sino que la paz es el camino». Y eso mismo podríamos considerar de la felicidad. Ella es la suma de todo, piedra a piedra ladrillo a ladrillo.

De ese modo, podríamos entenderla como la suma de momentos cortos y pasajeros o como el todo de nuestra vida, y así diríamos, como Gandhi también, «vive como si fueras a morir mañana, aprende como si fueras a vivir siempre». Podemos decir que la felicidad es conservar la salud, o tener un buen saldo en la cuenta bancaria, o llegar a casa y encontrar el abrazo y el calor de la familia. Podemos incluso opinar, como yo mismo, que la felicidad es acostarse con la conciencia tranquila y con ganas de levantarse al día siguiente (enlazado esto con la buena voluntad kantiana).

Cada cual tiene su felicidad, desde luego, y, siempre y cuando no incida en la de los otros de forma que la merme o la modifique; esto es, cuando nazca de una verdadera y pura voluntad buena, será totalmente respetable y admitida.

1 comentario:

  1. Interesante entrada, Sergio. Me ha dado mucho que pensar (cosa que hago muy a menudo porque me encanta y creo que no es malo y a mí me acerca un poquito a la felicidad, a comprender las cosas... a veces, incluso, me digo a mí misma que "tengo alma de filósofa") y seguiré pensando en el tema...
    Un saludo :D

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