La etimología de la palabra aplaudir (del latín applaudĕre) se pierde, como suele decirse, en la noche de los tiempos. Se cuenta que, en el Imperio Romano, Nerón contrataba a cientos de personas para que acudieran a sus actos y apariciones públicas a palmotear cuando saliera a escena. Es algo, pues, que desde siempre ha transmitido una sensación de aprobación y regocijo, con mayor o menor ficción.
Aplaudimos (excepto las personas hoy en día contratadas en los platós de la televisión) cuando lo estamos pasando bien, cuando algo nos agrada o nos satisface, cuando queremos felicitar a alguien que no está próximo (en el espacio) a nosotros mismos. Aplauden los bebés y los chimpancés, señal indiscutible de que la conducta del aplauso es totalmente innata en los seres humanos y en aquellos animales que, evolutivamente hablando, se asemejan más a nosotros.
Incluso, cuando el aplauso es más largo de lo normal, es reseñable, como por ejemplo en un concierto. Si al finalizar una pieza, el público invierte más tiempo de lo normal en el ejercicio del aplauso, se considera que esa obra ha tenido muy buena acogida. Si se diera el caso, un medio de comunicación podría escribir: «y tal pieza recibió cinco minutos de aplausos», algo que, de estar presente, sin duda alguna alegraría al compositor. En cualquier caso, es algo que también gustan (o gustamos) de recibir los músicos, señal de que a los asistentes les ha agradado una interpretación que, en la mayoría de los casos, supone horas y horas de inversión en estudio y ensayo.
Y ahí viene lo importante: la interpretación. Cuando se toca una pieza durante un concierto, ¿aplaudimos esa pieza o aplaudimos a los músicos? Si no aplaudimos, ¿es un agravio a la pieza en sí o a los músicos como intérpretes de la misma? Difícil dicotomía.
Hay quien podría pensar que, si no se aplaude a los músicos durante un concierto o un recital, lo mejor hubiera sido no asistir a tal acto, ya que esa «falta de respeto» hacia el trabajo musical puede ser fácilmente evitable únicamente no yendo a escuchar ese recital. Porque, ¿de verdad hemos de pensar que hay gente en contra de cierta obra o de un compositor en concreto? Mente extraña esa; y discutible manera de pensar... ¿Podemos estar realmente en contra de una obra de Richard Wagner o de uno de los Nocturnos de Chopin? Supongo y espero que la respuesta sea no. Y si fuera así, lo más seguro es que muchos de ustedes aplaudirían la labor de la orquesta, del solista o de la persona sentada al frente del piano.
El pasado sábado, día de la Comunitat Valenciana, durante el concierto posterior al acto institucional que tuvo lugar en el Ayuntamiento de Novelda, cuando el quinteto de trombones terminó la interpretación de la Muixeranga d'Algemesí, hubo una persona (para más inri, portavoz de un partido político en el Pleno) que no movió sus manos. Fue la única entre sus compañeros de filas. Los demás entendieron que sus aplausos iban dirigidos a los músicos, lógicamente. Esa persona quiso ver en esa pieza de carácter popular no sé qué enlaces independentistas y libertarios. Por ese motivo, se revolvió en su asiento, lanzó una mueca de desprecio y mantuvo sus manos quietas.
Lo dicho: mente extraña la que piensa que la música popular, más allá de ser un elemento representativo de la cultura de un pueblo, es una forma de agitar políticamente las ideas y las libertades básicas del individuo.
Porque la Música (con la mayúscula que su grandeza merece) no es catalanista, socialista, conservadora o liberal. La Música representa la libertad. La Música fluye en el universo y en la naturaleza. Brota de la nada (en palabras de Steve Reich) y es el mejor ejemplo de que todos nuestros sueños tienen voz y pueden ser plasmados dentro de los límites invisibles de un pentagrama. La miseria nace cuando hay gente que quiere ver más allá de esas notas y esos sonidos. Pero los muros que ansían y ven por doquier están dentro de ellos mismos y, desde luego, nunca en el interior de los corazones del Artista, del Poeta o del Músico.
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