Douglas Coupland acuñó y popularizó el término en su obra de 1991 Generación X, pero ya se venía hablando de ella desde 1964. Los nacidos entre el 71 y el 85 del pasado siglo fueron los hijos del baby boom, los que se rebelaron (o nos rebelamos, puesto que yo nací entre esos años) contra la tradición, los que jugamos a las canicas pero también a la PlayStation, los que vimos cómo entraba Internet y nos maravillamos, los que crecimos con el grunge, los que inventamos (tristemente) el botellón… Y un largo etcétera que no quiero alargar porque en más de una ocasión he hablado sobre ese tema.
En España se trata de la generación más preparada de la historia, universitarios soltados a un mundo lleno de universitarios, sabiendo idiomas y manejando las nuevas tecnologías mejor que nadie, pero sin sitio en el mundo, un mundo que controlan personas forjadas en la experiencia y que demandan únicamente eso: experiencia.
Heredera de esta generación es la Generación Y, referida a los nacidos entre el 86 y el 92, movidos por el punk, el rap y el heavy metal, la generación del nuevo milenio, los que aún compraban chucherías con pesetas pero iban al cine ya en euros. Los que viven esta crisis de pensamiento desde el instituto o la universidad, con la apatía de enfrentarse en pocos años a un mercado laboral saturado, los que han visto a sus padres perder el trabajo, los que han presenciado cómo toda una sociedad se desmoronaba fruto de la codicia y la avaricia de las grandes corporaciones empresariales. Para ellos, los lujos de la Generación X (como la televisión por cable, las videoconsolas, etc.) son algo propio o natural, algo a lo que difícilmente se puede renunciar.
Por último, la Generación Z abarca a los nacidos entre 1993 y la mitad de la década de los 2000, lo que representa el 18% de la población mundial. La tecnología ha crecido con ellos, y viceversa. No llegan a la mayoría de edad, pero se mueven como peces en el agua a través de Internet, se comunican mediante móviles de ultimísima generación o por Tuenti y Facebook y aprenden con Google. Ellos no ven la educación como algo prioritario, pues sus hermanos mayores (los de la Generación X) tienen dos licenciaturas y un máster y siguen trabajando de cajeros, reponedores o maquinistas por menos de 1.000 euros al mes. Sus padres forman la generación anterior a la X, tuvieron que sufrir los últimos coletazos de la dictadura franquista y han tomado la decisión de que a esos niños no les falte de nada. La Generación Z vive dentro y forma parte del mercado de ocio y consumo. Saben (o están empezando a saberlo) que les costará horrores encontrar un puesto de trabajo y en el mundo de la competitividad, pero tampoco tienen prisa: sus necesidades están cubiertas, son jóvenes y el futuro es esa línea en el tiempo que todavía queda demasiado lejana.
Muchos de los cuentos de progreso y libertad que nos contaban nuestros padres, cuentos en los que la educación y la formación eran las líneas que marcaban unas vidas llenas de éxito económico y personal, se esfumaron de la noche a la mañana con la misma rapidez con la que explotó la burbuja inmobiliaria. Aquí en España, también de la noche a la mañana, el café que costaba cien pesetas pasó a valer 1 euro (166 pesetas), el disco que costaba 2.500 pesetas pasó a valer 25 euros (más de 4.000 pesetas)…; sin embargo, el que cobraba 100.000 pesetas sí pasó a cobrar 600 euros. Todo eso, unido a la complacencia de los bancos a la hora de entregar créditos a cuarenta años a personas que estaba claro que no podían pagarlos, nos metió en el agujero en el que estamos ahora. Alguien me lo dijo: «mi nómina ponía 900 euros, pero con horas extras e incentivos llegaba a los casi tres mil euros; ¿cómo no iba a comprarme un chalé?, ¿cómo no iba a comprarle a mi hijo un coche?».
Cuando los incentivos se acabaron, cuando ya no había horas extras que hacer, el sueldo se mantuvo en 900 euros, pero ya nadie podía pagar sus hipotecas, sus préstamos personales. El sistema terminó por ahogarse a sí mismo. Quienes lo crearon también lo destruyeron. No era sostenible, se veía venir, pero todos pensaban: «cuando esto reviente, a mí que no me pille…». Es el egoísmo puro y duro, hilo conductor de todas esas generaciones que nacieron en el siglo XX y viven en un siglo XXI que parece que, por fin, va a ser el de la reconciliación con el planeta Tierra.
El globo explotó y ahora apenas quedan pulmones para hincharlo. Jamás nada volverá a ser como antes, porque algo debemos aprender de toda esta situación, algo nos tiene que enseñar. Yo creo que es humanidad, sinceridad, humildad, respeto hacia los demás y (también) hacia el resto de especies que viven en el mundo, hacia el medio ambiente, comprensión plena… Esos son los valores que debemos asumir para el siglo XXI. Esos son los verdaderos objetivos, pero no del milenio, sino de los próximos años.
Estamos terminando la primera década de los 2000, estamos creando el futuro para los nietos de nuestros nietos. La Generación Z pronto será la que tenga que dirigir los designios de todas las sociedades. La siguiente no tiene letra, tal vez ni siquiera la necesite. Son los niños y niñas que aún no han nacido. Debemos enseñarles que hay un planeta hermoso al que cuidar, habitado por treinta millones de especies diferentes que deben respetar y valorar, habitado por personas, muchas de ellas diferentes en pensamiento, cultura, credo o color, pero todas ellas con algo que decir. Es muy difícil, pero a esa generación del futuro, a esa generación sin letra identificativa, le podríamos enseñar a escuchar. Si lo consiguiéramos, tal vez estaríamos en paz con la Historia.
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