Dentro del vastísimo panorama wiki (el último en llegar parece haber sido Wikileaks), acabo de descubrir la Wikilengua, una página que, como se explica en los objetivos, trata de «exponer la norma, sea cual sea su origen (RAE, manuales de estilo de editoriales o de prensa, manuales de tipografía y ortotipografía, estándares nacionales e internaciones como UNE o ISO, etc.), así como reflejar el uso, explicar en su caso en qué medida se aparta de ella y exponer las objeciones que se plantean a las normas».
Es decir, una mezcla del DRAE, el Panhispánico de dudas y la Gramática española, salpicado de información útil para todo escribidor de textos, ya sea profesional o aficionado, pero sin necesidad de conformar un canon obligado para todo hablante de español. Algo realmente necesario; una página web a la que siempre podremos acudir si no tenemos ninguno a mano de los manuales antes referidos.
Como filólogo, siempre he considerado que la lengua es un ente vivo que fluye, un ser que nace, crece y se desarrolla, que cambia de aspecto, de pensamiento y de opinión, pero que siempre habita en el espacio común que es el entendimiento entre las personas. Porque toda lengua nació con el objeto final de que dos personas cohabitaran juntas en armonía y plena comprensión. El problema viene cuando, como se ha hecho desde la Comunidad Valenciana, se utiliza una lengua como contraposición o símbolo de una ideología, aun cuando esa lengua es la misma pero tiene distinta denominación (caso del valenciano y el catalán). E incluso cuando la lengua es la misma (el español) y se refiere a ella misma de otra forma (castellano), aludiendo no sé qué efluvios culturales e históricos. Ya lo dijo Voltaire, aunque refiriéndose a las religiones: «una es opresión, dos son la guerra y muchas son la libertad».
En estos casos, como suele pasar también en el fútbol y otros deportes de masas, todo el mundo se siente inspirado y capacitado para juzgar, valorar y expresar su propia razón, negando u obviando la existencia de especialistas en la materia; en el tema que nos ocupa, los filólogos. Nadie que no esté un poco al tanto del mundo de la vela opina sobre una regata. Nadie que no posea un grado suficiente de conocimiento sobre física expondrá un teorema sobre la materia. Sin embargo, en cuestiones generales como el fútbol (que todos vemos) o la lengua (que todos empleamos), algo crece en nuestro interior que nos lleva a expresar opiniones erróneas que, en más de una ocasión, se quieren hacer pasar por canon general.
Y en cuestiones lingüísticas, pocos son los realmente capacitados. La raza en extinción que conformamos los filólogos deberíamos gozar de mayor presencia en los medios de comunicación, vistos los numerosos errores que se producen, no ya en la radio, donde la inmediatez y en ocasiones la improvisación da lugar a increíbles expresiones y malformaciones del idioma, sino también en la prensa escrita y en la televisión, donde titulares y sobreimpresiones vienen cargadas de fallos gramaticales gravísimos que se habrían solucionado si alguien preparado y competente hubiese pasado antes sus ojos por encima. Lo malo es que quienes escriben, pronuncian o cometen esos errores son, en general, profesionales del periodismo, personas que (por mucho que lo intenten, quieran y sueñen) no son especialistas de la lengua. En nuestro caso, son meros usuarios del español, pero nunca conocerán los entresijos de una gramática, una semántica y una ortografía tan bien como los conoce el filólogo o la filóloga. Nosotros, amantes de la letra impresa o de la palabra dicha, llevamos la marca del conocimiento de la lengua que usan nuestros vecinos. No obstante, estamos relegados, casi exclusivamente, a la docencia. En las editoriales e imprentas, las personas que ejercen de correctores son, por lo general, personas que lo han venido haciendo «desde siempre». En los medios de comunicación, el ego periodista del profesional de las Ciencias de la Información obliga a no contar con un filólogo en la redacción, puesto que el filólogo es un profesor y… ¿qué pinta un profesor en un periódico? En una agencia de publicidad, el oficio del filólogo se sustituye por el corrector del Word o, en algunas ocasiones, por lo que recuerde el diseñador gráfico de sus clases de Lengua en el instituto. Y así sucesivamente.
Debemos reivindicar las filologías como carreras y trabajos alejados de la enseñanza (que también lo son, claro está) y situarlas en el marco que se merecen; esto es, como elementos transversales de la vida cotidiana, profesionales y expertos de nuestro idioma que únicamente quieren (o queremos) colocar las tildes cuando es debido, las comas en su lugar y, lo que es más importante, limpiar y pulir una lengua a menudo corrompida desde los medios de comunicación.
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