miércoles, 13 de octubre de 2010

El placer de lo sencillo

No hace mucho leí un ensayo titulado El ruido eterno, escrito por Alex Ross y publicado en España por la editorial Seix Barral. Bajo ese enigmático título (extraído de la última frase que Willian Shakespeare pone en boca de Hamlet antes de que este muriera), aparece un subtítulo totalmente esclarecedor del contenido del libro: «escuchar al siglo XX a través de su música». Ni qué decir tiene que la «música» a la que hacía referencia el ensayo era la erróneamente conocida como clásica, período musical que abarca desde la segunda mitad del XVIII (contando a partir de la muerte de J. S. Bach) y hasta 1830 aproximadamente (tras la muerte de Ludwig van Beethoven, momento en que se considera iniciado el Romanticismo).

Las fechas, por supuesto, como en todo momento histórico o sociocultural, son variables según los tratados o manuales que se consulten.

A toda esa música se le presupone un carácter complicado que, de entrada, resta muchos posibles oyentes. Desde hace décadas, élites sociales han querido rodear a la música clásica de una pátina de sabiduría y elegancia, un género que (como antagonismo a la música popular o de masas) creaba diferencias en función de la educación y el estatus. Ya en la actualidad, los adolescentes que no han crecido en un ambiente musical de sonatas, óperas y conciertos grossos, se muestran muy reacios a adentrarse en la música clásica, precisamente por considerarla antigua, rancia o dificil de entender.

No es antigua, porque actualmente se está componiendo mucha música clásica, algunas de esas piezas incluso como parte de bandas sonoras de películas o insertadas en series de televisión y canciones de grupos de rock, rap o heavy.

No es rancia, ya que puede mostrar la modernidad y muchas de esas obras de música clásica incorporan elementos electrónicos o sonidos guturales como parte de la partitura.

Y, por supuesto, para nada es difícil de entender, cuando los niños de cinco o seis años inician sus clases de solfeo y en apenas unos meses ya entonan y leen partituras con total facilidad, y cuando los maestros (en los que me atrevo a sumarme) emplean ejemplos musicales de grandes compositores en las clases, algo que comienza a quitarles ese miedo que parece darles las salas de concierto o los auditorios.

Para todo aquel que sea un perfecto desconocedor de la música clásica, sugiero que entre en ese enorme mundo a partir del Romanticismo: es la período de la Historia de la Música que más quiso incidir en las emociones, en las sensaciones que producen los sonidos en nuestro interior. Nocturnos, poemas sinfónicos, escenas musicales, etc.

Para muestra, el Preludio en mi menor (opus 28, nº 4) de Fryderyck Chopin, el mejor ejemplo de que la música es un viaje que recorre nuestros sentidos y puede, como en esta ocasión, hacernos volar y trasladarnos a otros mundos. Escúchenla con los ojos cerrados.



Tras el Romanticismo, aquellos que quieran seguir profundizando en la música clásica pueden ir escuchando piezas del Clasicismo y del Barroco. Empezar con una selección de obras «conocidas» siempre ayuda en estos casos, y en el mercado hay cientos.

Más tarde, siempre hay tiempo de especializarse en una única época (Renacimiento, Música Antigua, Música Contemporánea...), género (conciertos para solista y orquesta, música para teclado, obras orquestales...) o instrumento (dúos de violín, sonatas para piano y flauta, obras para banda de música...). Y a partir de ahí, el abanico es inmenso, y la música clásica comienza a extender sus largos brazos para abarcarlo todo. Escuchen, si no, esta pieza de Yann Tiersen correspondiente a la BSO de la película francesa Amélie.



Son cuatro acordes únicamente, pero en la música, como a veces con las palabras, lo más sencillo es a veces lo más sublime. Otros cuatro acordes conforman una de las numerosas obras para piano del compositor surcoreano Yiruma; se trata de River flows in you. En este vídeo, él mismo está al frente del piano.



En estos breves ejemplos, la sencillez rodea toda la partitura. Obras cortas de apenas cuarenta o cincuenta compases, compuestas con una no muy enrevesada armonía, pero cuya riqueza reside precisamente en eso.

Ahí está la belleza de la música, cuando nos podemos deleitar en el placer de lo sencillo.

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